Por: Rommel Andaluz Arrieche
Si se desea saber cuál es el estado en que realmente se encuentra la sociedad de un país es absolutamente indispensable saber cuál es la situación del matrimonio y la familia en dicha nación. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que toda sociedad tiene como unidad básica a la familia, y ésta a su vez surge a partir del matrimonio y se apoya siempre en él como su sólido y estable fundamento (Juan Pablo II, 1981; Rodríguez y Castro, 2016).
En las líneas que siguen expondremos de manera breve la situación del matrimonio y la familia en el Perú. El desarrollo del tema girará en torno a los siguientes tres puntos: A) los peligros y riesgos que amenazan al matrimonio y la familia, considerando sus implicancias en los ámbitos jurídico y educativo; B) las corrientes de pensamiento y posturas ideológicas que enfrenta la familia; y C) las razones para tener esperanza en la familia a pesar del difícil panorama que tiene por delante.
Habiendo mencionado los puntos que constituirán el hilo conductor del presente trabajo, pasemos de inmediato al desarrollo de estas consideraciones.
En las últimas cuatro décadas, tanto en el Perú como en todos los demás países del mundo entero, la familia ha sido la institución que más ha sufrido “la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura” (Juan Pablo II, 1981, n. 1).
En este sentido, es doloroso constatar que no son pocas las familias que se han ido alejando -y con ellas, la sociedad entera- del aquel designio amoroso del Creador que hizo al “hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1,26): llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor” (Juan Pablo II, 1981, n. 11).
Y es que el matrimonio y la familia se ven amenazados continuamente por las negativas consecuencias universales de la herida que ha dejado en la naturaleza humana el pecado de origen. En particular, es notoria la “corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida… como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (Juan Pablo II, 1981, n. 6).
De hecho, se ha llegado a tal punto que la misma ordenación jurídica peruana favorece y facilita -entre otras cosas- el divorcio, debilitando notablemente el matrimonio y la institución familiar. Un claro ejemplo de esto lo tenemos en la Ley N°29227, conocida también como la Ley del Divorcio Rápido, que entró en vigencia en el Perú en julio del 2008. Legislaciones así no hacen sino promover y proyectar una visión deformada del matrimonio, reduciéndolo a un simple trámite rescindible en cualquier momento, fomentando la desunión familiar y exponiendo a sus miembros al desarraigo y a la despersonalización, así como a una crisis de maternidad y paternidad con la consecuente promoción del modelo familiar monoparental (Diario La República, 2015; Rodríguez y Castro, 2016).
Por otra parte, también están presentes las amenazas en el ámbito educativo. En este sentido, tenemos la perniciosa difusión –organizada e impuesta por el mismo Ministerio de Educación del Perú- de una perspectiva pansexualista en las escuelas, siempre acompañada de su respectiva mentalidad anticonceptiva y abortista. De este modo, se conculca el valor sagrado de la sexualidad y su natural apertura a la fecundidad, rompiendo la intrínseca relación que existe entre el amor esponsal, el acto unitivo de los esposos y su fin procreativo. Se reduce así el amor al simple sexo y este último, a un acto egoísta que sólo busca satisfacer un irrefrenable deseo de placer. Todo esto sienta las bases de una verdadera “cultura de la muerte”, como bien afirmaba San Juan Pablo II (Diario El Comercio, 2010; 2016a; 2016b; Pablo VI, 1968; Juan Pablo II, 1995).
Pero los peligros para el matrimonio y la familia no se agotan en lo expuesto hasta ahora sino que se extienden también -tristemente- a otros ámbitos, como veremos en el siguiente punto.
Con gran asombro y dolor asistimos hoy a la propagación de corrientes de pensamiento e ideologías abiertamente contrarias a una visión auténtica e integral del hombre, y que pretenden redefinir lo que la familia es. Estos ataques contra la institución familiar promueven unas veces la idea de que el varón tiene “derecho” a ser sexualmente promiscuo e irresponsable frente a la educación de los hijos, así como a ejercer una autoridad despótica y tiránica hacia la mujer. En estos casos, nos encontramos frente al machismo (Rodríguez y Castro, 2016).
Otras veces, intentan vendernos la idea de que la mujer que se despliega como esposa y madre se comporta como una insensata, pues lo que debería hacer es dedicarse a obtener logros académicos y profesionales que le permitan ocupar posiciones de relieve intelectual, económico, laboral y social que “demuestren” al varón que la mujer es igual o superior a él. Este es el caso del feminismo radical (Rodríguez y Castro, 2016; Juan Pablo II, 1981; 1988).
Finalmente, otras corrientes promueven la negación de verdades tan elementales como las diferencias biológicas, psicológicas y espirituales entre el varón y la mujer, pretendiendo la desaparición de la realidad sexuada objetiva del hombre para hacernos creer que varones y mujeres somos exactamente iguales en todo, que las diferencias sexuales no son sino el producto de la imposición social y cultural de unos estereotipos durante siglos, y que cada quien tiene el “derecho” de optar -sin restricción alguna- a establecer una “pareja” con la persona “que desee” -¡vaya ambigüedad!-, sin importar si son o no del mismo sexo natural, cuando no de uno artificialmente autoimpuesto por métodos farmacológicos y/o quirúrgicos, aunque en este último caso se trate de un sexo sólo aparente, no real. Es el caso de la ideología de género (Rodríguez y Castro, 2016; Juan Pablo II, 1981; 1988; ACI Prensa, 1998; 2015).
Resulta particularmente preocupante que estos fenómenos ideológicos estén recibiendo apoyo internacional, que se pretenda imponerlos como una nueva forma de orden social y establecer un pensamiento único. Algunos sectores importantes de la sociedad peruana se han hecho eco de tales ideologías (ACI Prensa, 2015; Rodríguez y Castro, 2016; Diario La República, 2002; Diario El Correo, 2014a; 2014b).
Si bien lo expuesto hasta ahora proyecta una oscura sombra sobre la sociedad peruana, para nada hemos de asumir una actitud pesimista. Al contrario, siendo conscientes que la familia “el primer ámbito de humanización, la primera escuela de la persona en cuanto persona” y que, por esa misma razón, constituye el núcleo principal de toda sociedad, hemos de tener la firme esperanza de que apostando por su defensa, promoción y fortalecimiento a diferentes niveles: personal, comunitario, eclesial, educativo, jurídico, político, etc., nos encaminamos a la superación de la fuerte crisis que atraviesa actualmente el Perú y el mundo entero (Rodríguez y Castro, 2016; Juan Pablo II, 1981).
A lo largo de la historia, el ser humano ha dado muestras de verdadera genialidad, originalidad e inventiva. Sin embargo, estrictamente hablando, lo que más necesita la familia ahora no es del ingenio, pues no se trata de intuir, deducir o encontrar cosas nuevas o alcanzar mayores conocimientos, no. Lo que más necesita la familia en esta etapa crucial de la historia, y que constituirá sin duda alguna su triunfo seguro, es actuar -es decir, poner por obra- la misión que le confió el Creador en sus mismos orígenes. Y es que el hombre puede tener excelentes ideas, ciertamente, pero jamás podrá superar la Sabiduría de Dios ni mejorar sus planes (Juan Pablo II, 1981).
En definitiva, la familia tiene por delante la ardua pero siempre posible tarea de vivir con total radicalidad el amor, respondiendo afirmativamente a aquella dulce llamada que hiciera San Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (n. 17): “¡Familia, sé lo que eres!”.
El Perú es una tierra particularmente bendecida con frutos de santidad a lo largo de su historia, y este tiempo que vivimos nos interpela a estar a la altura de quienes nos precedieron. Si de verdad nos jugamos todo por la familia, haciendo cada uno la parte que le toca en esta hermosa tarea, veremos con alegría el triunfo del amor en la familia y en la sociedad entera, y experimentaremos el gozo de haber sido protagonistas -cada quien según su capacidad y misión- en establecimiento de la “Cultura de la Vida”. Tengamos, pues, en todo momento la esperanza cierta que encierran aquellas palabras del Papa Benedicto XVI: “Sigamos adelante; el Señor dijo: «¡Ánimo, yo he vencido al mundo!». Estamos en el equipo del Señor, por tanto, en el equipo victorioso” (Juan Pablo II, 1995; Benedicto XVI, 2012).
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