Por: Rommel Andaluz Arrieche
Con cierta frecuencia oímos frases que afirman que los “avances” de la psicología, y de la ciencia en general, supuestamente “han demostrado” lo falso y pernicioso de algunas enseñanzas de la fe, que por cierto coinciden con los valores universales promovidos desde la antigüedad. Así, por ejemplo, hay corrientes psicológicas que sostienen que vivir la castidad es imposible para el ser humano; más aun, vivir castamente sería perjudicial para la salud mental porque es una forma de “represión” que después acarrearía enfermedades psicológicas. O también, que la homosexualidad no constituye un trastorno psicológico sino simplemente “otra opción” que las personas pueden tomar, y que es tan normal como sentir atracción por personas del sexo complementario. O bien, que la humildad es propia de personas con baja autoestima y que, lejos de ser virtud, es más bien señal de alguna forma de debilidad mental. Ante estos supuestos “avances”, algunos llegan a la “conclusión” de que la fe es cosa propia de épocas pasadas y que la ciencia “ayuda” al ser humano a salir de ese “oscurantismo”.
Y es justamente ante ese panorama sombrío que hemos querido desarrollar este tema, porque nos parece crucial invitar a una reflexión que muchas personas en la actualidad no se animan a realizar: ver si la psicología, más aun, si la ciencia en general y la fe son irreconciliables o más bien complementarias, si se oponen la una a la otra o más bien se ayudan y enriquecen mutuamente. Abordaremos, pues, el tema que nos ocupa yendo desde las realidades que nos resultan más cercanas para luego adentrarnos en las profundidades del asunto. Y como lo más cercano a nosotros es nuestra misma realidad, comencemos por reflexionar en torno al ser humano.
Aunque parezca tan evidente que no necesite ser dicho, hemos de afirmar que el hombre es un ser racional, es decir dotado de inteligencia. Y no sólo eso, sino que justamente la inteligencia es el carácter distintivo entre el ser humano y todas las demás realidades del universo. Pero ¿qué es la inteligencia sino aquella facultad que nos permite captar el mundo que nos rodea tal como es (aprehensión), abstraer conceptos y deducir leyes o principios universales a partir de esas realidades? En efecto, tal como afirma Aristóteles al inicio de la Metafísica: “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”, pero no un saber cualquiera sino un saber profundo, que no se quede simplemente en los efectos o resultados perceptibles sino que vaya al conocimiento de las causas o principios de las cosas. Pues bien, eso es justamente la ciencia: el conocimiento cierto de las cosas por sus causas. Y es que el ser humano no se conforma simplemente con conocer el mundo que le rodea sino que quiere saber el porqué de las cosas.
Dado que los seres humanos vivimos en sociedad, los conocimientos que cada uno adquiere no siempre son fruto de observaciones y razonamientos propios, más bien en muchas ocasiones los adquirimos porque otros nos los han transmitido verbalmente o por escrito, y los tomamos como ciertos porque confiamos en quienes nos los comunican. Es así como se da el aprendizaje de la gran mayoría de cosas que sabemos: confiamos en lo que otros nos enseñan, bien sea en la familia, en la escuela, en la universidad, etc.; y eso es justamente lo que conocemos por fe: asentir con el entendimiento a algo, no por la evidencia con que se nos presenta, ni porque lo hayamos comprobado experimentalmente o deducido nosotros mismos, sino por razón de la autoridad de quien lo dice o por su fama pública.
Claro está que el concepto que hemos dado en el párrafo anterior corresponde a la fe puramente humana, pues se refiere al crédito que damos a las palabras de otro ser humano. Y este concepto aplica no sólo a la actitud que asumimos respecto a nuestros padres y maestros sino también ante la mayoría de los contenidos de los “libros científicos” que leemos. En efecto, ¿quién de nosotros se ha puesto a verificar uno a uno los conocimientos científicos que ha leído en esos textos? Bien es cierto que algunos lo alcanzaron por sí mismos, y a esos los llamamos “descubridores”, pero la gran mayoría de las personas aceptan lo que esos “descubridores” han dicho, no por propia comprobación sino por la confianza que depositan en ellos. De hecho, si quisiéramos comprobar todo y prescindir de la fe, no sólo avanzaríamos extremadamente lento en el conocimiento del mundo sino que estaríamos casi en el mismo punto o incluso antes de lo que se encontraba la humanidad cuando se inventó la rueda. Así pues, resulta evidente que la fe no sólo es buena para el ser humano sino también muy necesaria en la vida, y para nada se opone al uso de la razón. Dichas estas cosas acerca de la fe humana, pasemos a hablar acerca de la fe sobrenatural, que es a la que hace referencia el título de esta disertación.
La fe sobrenatural es aquella virtud mediante la cual el entendimiento asiente a la verdad de la existencia de Dios y todo lo que Él ha revelado, y esto, no movido por la evidencia de esas mismas verdades sino por la autoridad de Dios que revela. Ahora bien, si anteriormente nos percatamos de la bondad y necesidad de la fe humana, por la cual confiamos los unos en las palabras de los otros, lógicamente es mucho más bondadoso y necesario para el hombre creer en todo lo que Dios le revela. Pero aquí conviene detenernos un momento a examinar si es contrario o no a la razón creer que existe un Dios y que, además de existir, pueda y quiera comunicar algo al ser humano. No vamos, pues, a hablar desde la perspectiva de una persona creyente sino desde la de aquel que no tiene fe sobrenatural y simplemente está reflexionando acerca de si el creer en la existencia de Dios es algo compatible con la razón humana o, por el contrario, es algo completamente irracional. Y en caso de que la existencia de Dios sea compatible con la razón, evaluar la posibilidad de que ese Dios entre en comunicación con el hombre.
Así pues, si encontráramos a alguien que hubiera alcanzado el conocimiento de la existencia de Dios a través de la razón, cumpliendo fielmente las exigencias de la lógica filosófica, entonces quedaría claro que quienes creen en la existencia de Dios, es decir que tienen fe sobrenatural, están procediendo de modo razonable. Y resulta que justamente eso, la demostración filosófica de la existencia de Dios se dio en el siglo IV antes de Cristo, con Platón y Aristóteles, y fueron posteriormente recogidas y presentadas en bloque en el siglo XIII por el Doctor Angélico en lo que se conoce como Las 5 vías de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios.
No nos detendremos ahora a exponerlas una a una, pero todas ellas aparecen esquematizadas en el Anexo I de esta disertación. Queda claro, entonces, que la fe sobrenatural es compatible con la razón humana. Falta evaluar ahora si Dios puede revelarse al hombre o no.
Una rama de la filosofía, la teodicea o teología natural, trata justamente del estudio de Dios y de los atributos Divinos en cuanto conocidos por la sola razón, es decir sin la fe sobrenatural. La teodicea, pues, nos enseña que sólo es posible la existencia de un único Dios verdadero, infinitamente inteligente, omnipotente, y poseedor y fuente misma de todas las perfecciones y bienes posibles. De ello deducimos que Dios puede comunicarse al hombre, y que pueda hacerlo del modo que Él quiera. Y, por tanto, pensamos que queda claro que creer en lo que Dios revele al hombre tampoco se opone en nada a la razón humana, y no sólo eso sino que se presenta como un gran bien para el ser humano pues no cabe posibilidad alguna de error o falsedad en lo que Dios revela.
De lo dicho hasta ahora podemos concluir que tanto la ciencia como la fe sobrenatural son modos de conocimiento. En el caso de la fe ese conocimiento es siempre verdadero, perfecto, definitivo e insuperable. Es verdadero: ya que la verdad ha sido definida desde antiguo como la adecuación del pensamiento a la realidad, y esto se cumple de modo absolutamente pleno en todo lo que Dios revela, pues Él tiene una inteligencia infinita y es origen y fundamento de toda realidad exterior a Él; es perfecto: pues en Dios no hay error posible; es definitivo: porque en Dios no hay cambio, es inmutable; y es insuperable: pues no hay nada que esté por encima de Dios ni de su Palabra. En la ciencia, en cambio, el conocimiento es verdadero pero sólo parcialmente, ya que la inteligencia humana es limitada y el hombre conoce la realidad desde afuera, no desde dentro, pues no es origen y fundamento de ella; es imperfecto: pues tenemos sobrada experiencia de los errores de medición; no es definitivo: ya que cambia continuamente con el descubrimiento de nuevas evidencias; y es superable: porque los conocimientos alcanzados hoy, mañana pueden resultar caducos.
En efecto, la ciencia consiste sobre todo en el estudio de la naturaleza por parte del hombre; valga decir, un acercamiento del ser humano a la comprensión de aquello que no ha tenido su origen en él y que, por esa misma razón, se le presenta como una llamada al descubrimiento, una invitación a adquirir nuevos conocimientos. Las verdades de fe, en cambio, no son fruto del estudio sino de un regalo, un don hecho al hombre por Aquel que es origen de todas las cosas y las conoce desde dentro, pues es Quien les ha dado el ser y las mantiene en la existencia. Es por ello que las verdades de fe pueden abarcar –y, de hecho, abarcan– no sólo algunas realidades alcanzables por la razón humana (como la existencia de Dios, la ley moral natural, etc.), sino también otras completamente inalcanzables por ella (como la realidad íntima de Dios, que es Uno y Trino; la existencia de los ángeles, etc.). Estas consideraciones nos llevan, por lógica, a reconocer que si la ciencia afirma algo que contradice –o pareciera contradecir– una verdad de fe el error ha de estar del lado humano, pues si un conocimiento científico es verdadero, es decir si corresponde auténticamente a una realidad de la naturaleza, entonces no puede contradecir la Palabra de Aquel que dio origen a la naturaleza. Concluimos, por tanto, que la ciencia y la fe no son irreconciliables. Veamos ahora si son más bien complementarias.
Cuando decimos que una cosa complementa a otra, estamos significando con ello que de algún modo la primera completa o perfecciona a la segunda, es decir que la enriquece. Anteriormente dijimos que tanto la ciencia como la fe son formas de conocimiento. Bien, pero ¿de qué modo entonces pueden complementarse? En primer lugar, hemos de aclarar que hablamos aquí de una complementariedad en sentido amplio, es decir de una compatibilidad enriquecedora, pues estrictamente hablando la ciencia no permite demostrar ni perfeccionar ninguna verdad de fe, en cuanto que estas últimas provienen de Dios y no pueden ser completadas ni mejoradas por ninguna ciencia. Y por otro lado, la fe sobrenatural nos hace conocer verdades que tienen que ver con el hombre, la naturaleza en general y, sobre todo, con Dios, pero no de un modo científico sino en cuanto nos sirven para conocer a Dios y vivir esa comunión con Él a la que todo hombre es llamado.
En efecto, hay muchas verdades naturales que las hemos conocido sólo por la ciencia y resultan enriquecedoras para quien tiene fe. Baste, por ejemplo, con pensar en los conocimientos de la biología celular y molecular, que nos permiten descubrir cada vez más a fondo la maravilla y perfección de la obra del Creador. La verdadera ciencia no aparta del reconocimiento de Dios sino que más bien invita a pensar en Él. Y la fe, por su parte, también enriquece a la ciencia, ya que permite al hombre entender la naturaleza de un modo mucho más profundo e integrador, pues no se queda en el conocimiento de aspectos particulares sino que proporciona una visión de conjunto que facilita al ser humano descubrir la relación y el significado de cada elemento del Universo. Pensemos, por ejemplo, cómo la verdad de la Creación del hombre por parte de Dios nos lleva a descubrir la unidad de sentido que se encierra detrás de los avances de la astrofísica, y que invita a pensar en el llamado “principio antrópico”; esto es, a ver en las numerosas “coincidencias” relacionadas con las grandes constantes físicas del Universo, y de las posibles condiciones presentes en el momento en que se originó, un indicio claro de que éste ha debido ser necesariamente favorable a la aparición del ser humano. Y más aun, que nuestra misma existencia pareciera ser responsable de la estructura espacial del Universo, es decir que la aparición del hombre diera la impresión de ser la finalidad, el punto de llegada o, si se quiere, el destino del Universo. Pero dejemos hasta aquí las consideraciones en torno a los avances de la astrofísica y pasemos a hablar de la psicología y su relación con la fe.
La psicología es aquella ciencia que estudia la conducta humana y los procesos mentales que subyacen a ella y la condicionan. Sin embargo, es más o menos común que algunas corrientes o escuelas psicológicas lleguen a conclusiones que contradicen los valores tradicionales y algunas de las enseñanzas de la fe, tal como afirmábamos en el primer párrafo de esta disertación. Según lo que hemos venido diciendo en el desarrollo de este tema, si unas conclusiones de la psicología – o de cualquier otra ciencia– se oponen a algunas de las verdades de fe, sabemos que el error está en la ciencia, o más bien en la apariencia de verdad que se propone como científica. Es decir habrían sido algunos científicos, psicólogos en este caso, quienes no habrían entendido bien la realidad que es objeto de su estudio: el ser humano, y por ello interpretaron equivocadamente sus observaciones, pues asumieron como verdaderas algunas premisas erróneas que les situaron en una perspectiva falsa, no auténtica, que no se corresponde con la realidad del hombre. Pero no se trata sólo de decir que se han equivocado sino de descubrir en qué. Para ello, comencemos por exponer la realidad del hombre e identifiquemos después algunas de las corrientes psicológicas que se muestran claramente disconformes con esa realidad.
Hace más de 2.300 años, los griegos habían alcanzado mediante la razón, no por la fe, que el hombre es un ser compuesto por una realidad material: el cuerpo, y otra inmaterial: el alma o espíritu. Y también, que las facultades racionales no radican en el cuerpo sino en el alma, y como es justamente su capacidad de raciocinio lo que hace al hombre superior al resto de la naturaleza, el alma y los bienes espirituales están por encima del cuerpo y de los bienes materiales. No se trata, pues, de despreciar el cuerpo sino de dar al espíritu el primer lugar que le es propio. El cuerpo tiene gran valor y sirve eficazmente al alma para conocer lo que le rodea, pues el ser humano percibe las realidades primero a través de los sentidos y sólo después abstrae una idea universal o concepto acerca de aquello, alcanzando así la verdad de las cosas. Además de esto, los griegos también descubrieron por filosofía que el hombre es un ser trascendente y tiene un deseo natural de Dios, de alcanzar la felicidad, y entendieron que esta última consiste en una plenitud del ser que sólo se logra mediante el desarrollo de perfecciones espirituales que abarcan todo nuestro modo de pensar y de actuar: las virtudes, hábitos estables que nos dirigen al genuino bien. Es decir, que el hombre es capaz de dirigirse voluntariamente –con libertad– hacia su propia felicidad cuando elige por sí mismo la práctica del verdadero bien. Y que, por el contrario, no es posible que sea feliz un hombre mientras viva practicando el mal. Cuando consideramos estas cosas, nos percatamos que corresponden auténticamente al ser humano y reflejan, por eso mismo, no sólo lo que verdaderamente somos sino también aquello a que aspiramos en lo más íntimo de nuestro ser. Y cuando contrastamos estas verdades alcanzadas con la sola luz de la razón con aquello que nos enseña la fe acerca del hombre, descubrimos una armonía maravillosa. Esa armonía fue reconocida como tal en la cultura occidental por casi 2.000 años, desde los griegos hasta el siglo XVII. Veamos ahora por qué ese siglo marcó el inicio de una forma de desentender, es decir de no entender, la realidad, y que se ha extendido hasta nuestros días.
Lo que ahora conocemos como método científico y sus premisas filosóficas, tienen su origen formal con René Descartes (1596 - 1650) y pensadores que le sucedieron, como Hobbes, Kant, Hume y otros, aunque de modo práctico se venían gestando desde los siglos XV y XVI, con Leonardo da Vinci, Copérnico, Kepler y Galileo. Es decir, hasta el siglo XVII todos o casi todos se percataban y tenían claro que la verdad, en cualquier ámbito, consiste en la adecuación del pensamiento a la realidad. Y por tanto, si algo era conocido realmente, es decir, observado y aprehendido, captado tal cual es sin deformarlo mediante la abstracción de su concepto y entendida su naturaleza, entonces se reconocía aquello como verdad, independientemente del modo en que esa verdad hubiese sido alcanzada: por vía filosófica, experimental o por la fe. Como consecuencia del auge y progreso de las ciencias experimentales el ser humano logró conocer numerosos aspectos de la naturaleza ignorados hasta entonces, y con ello aumentó notablemente su dominio sobre muchas realidades físicas. Ante estos avances, algunos pensadores del siglo XVII y posteriores se embelesaron ante la ciencia y llegaron a proponer una corriente filosófica basada en la idea –más bien en la creencia– de que sólo era posible alcanzar la verdad mediante la aplicación del método científico. Obviamente, esto fue y sigue siendo un reduccionismo completamente exagerado e infundado, pues no reconoce los límites propios del método científico, ceñido a mediciones repetidas de realidades puramente materiales. En efecto, ¿quién duda acerca de la existencia del amor? Pensamos que nadie que esté en su sano juicio. Y sin embargo, nos preguntamos: ¿ha sido demostrada científicamente la existencia del amor? No, y jamás lo será, pues el amor es una realidad espiritual y queda, por tanto, completamente fuera de los límites del método científico. Entendamos, pues, que esta corriente de pensamiento que se originó hace varios siglos se ha propagado hasta nuestros días, pero no por eso ha dejado de ser lo que es: un reduccionismo exagerado e infundado. A esta corriente de pensamiento se le denomina cientifismo o positivismo, y de ella está impregnada la cultura occidental contemporánea hasta tal punto que muchos han llegado a creer que la ciencia y la fe se oponen de manera irreconciliable, cuando la realidad es muy distinta.
Con el paso de los años, cada vez se tiende más a tomar como verdad sólo aquello que lleva la etiqueta que dice: “científicamente demostrado”, aunque sólo se trate de la etiqueta pues no son pocas las ocasiones en que se aplica ese calificativo a teorías que no son más que eso: teorías, es decir un conjunto de hipótesis que se asumen como verdaderas y son propuestas como modelos a partir de los cuales se interpreta la realidad. Y escudándose detrás de esas teorías algunos pretenden “demostrar científicamente” la supuesta falsedad de algunas verdades de fe, cuando en realidad lo que están intentando es sustituirlas por unas afirmaciones pseudocientíficas que quieren hacer pasar por verdades absolutas. En este sentido fueron muy elocuentes unas palabras del Dr. John Carew Eccles, un investigador en el campo de la neurofisiología, fallecido en 1997, y cuyos aportes científicos le valieron el Premio Nobel de Medicina en el año 1963:
“Una insidia perniciosa surge de la pretensión de algunos científicos, incluso eminentes, de que la ciencia proporcionará pronto una explicación completa de todos los fenómenos del mundo natural y de todas nuestras experiencias subjetivas: no sólo de las percepciones y experiencias acerca de la belleza, sino también de nuestros pensamientos, imaginaciones, sueños, emociones y creencias [...]. Es importante reconocer que, aunque un científico pueda formular esta pretensión, no actúa entonces como científico, sino como un profeta enmascarado de científico. Eso es cientifismo, no ciencia, pero impresiona fuertemente al profano, convencido de que la ciencia suministra la verdad. Por el contrario, el científico no debe pretender que posee un conocimiento cierto de toda la verdad. Lo más que podemos hacer los científicos es aproximarnos más de cerca a un entendimiento verdadero de los fenómenos naturales mediante la eliminación de errores en nuestras hipótesis. Es de la mayor importancia para los científicos que aparezcan ante el público como lo que realmente son: humildes buscadores de la verdad” (La psique humana, 1986).
Hasta ahora hemos identificado claramente una de las premisas falsas en las que se fundamentan algunas corrientes psicológicas, como por ejemplo el Conductismo, que pretende explicar el comportamiento humano como la simple respuesta de nuestro organismo al medio que le rodea. Es decir, la conducta humana se debería sólo a acciones y reacciones, anulándose por completo la noción de libertad. Otra escuela psicológica que constituye también un reduccionismo infundado, por más que se le haya promovido por decenios y tenga, incluso hoy, numerosos adeptos. Nos referimos a la llamada primera escuela vienesa de psicología: el Psicoanálisis de Sigmond Freud, cuyos mitos y desaciertos han sido muy bien vendidos como “avances” y, sin embargo, basta un mínimo de reflexión para percatarnos de que se trata de errores descomunales. Por ejemplo, para Freud toda o casi toda neurosis tiene su origen en algún trastorno sexual durante la infancia. Esto constituye a todas luces una falsificación de la realidad, pues es algo que sólo se verifica en algunos casos que para nada son mayoría ni mucho menos la totalidad. Por otra parte, tal como plantea Freud en sus teorías acerca del hombre, el control o dominio propio que se logra mediante la templanza y la castidad viene a ser una “represión sexual” que originará, más temprano que tarde, trastornos psicológicos. Dicho de modo general, según esta concepción, la vivencia de las virtudes pasaría a ser entonces una cosa dañina para el ser humano. ¿A qué persona razonable se le pasa eso por la mente? Seguramente a ninguna.
Con todo quizá el mayor problema del psicoanálisis no está tanto en los errores que afirma sino principalmente en las verdades que no reconoce, a saber: que el hombre es un ser movido principalmente no por impulsos e instintos que le orientan al placer y le hacen rehuir del dolor, sino sobre todo por el deseo de una felicidad auténtica, alcanzable únicamente mediante la práctica de las virtudes y la realización de aquello que percibimos como nuestra misión personal, que necesariamente ha de ser buena. Así pues, no es que el psicoanálisis sea incompatible con lo que nos enseña la fe sino que es contrario a la realidad misma del hombre, y a lo que nos dicen la experiencia y el sentido común. Veamos ahora de qué trata la segunda escuela vienesa de psicología: la Psicología Individual de Adler.
El Dr. Alfred Adler fue discípulo de Freud y se separó del psicoanálisis al notar la fijación enfermiza de Freud por las neurosis sexuales. Adler desarrolló más bien una psicología centrada en el carácter de la persona, y consideró que la fuerza motora principal del ser humano es el deseo de poder. Su aporte en la comprensión del carácter y la personalidad fue valioso, como también lo fue el señalamiento de la importancia que tiene el conocimiento del fin que el individuo persigue en su vida para entender mejor su conducta. Sin embargo, su conclusión acerca de la búsqueda de poder como principal motor del hombre no se corresponde con la realidad pues, como hemos señalado antes, es más bien la felicidad lo que más desea el ser humano. Otro aspecto negativo y bastante notable en Adler fue su visión cerrada a la trascendencia, actitud que se opone abiertamente a nuestra realidad como seres compuestos de cuerpo y alma, y a la necesidad natural del hombre de tratar a Dios.
Conscientes de la necesidad de apertura a la trascendencia para desarrollar una psicología que realmente corresponda a la naturaleza humana, varios discípulos de Adler, entre ellos Rudolf Allers y Viktor Frankl, se separaron de él y dieron origen a escuelas psicológicas integradoras de los distintos elementos presentes en el hombre. Rudolf Allers desarrolló una psicología no sólo abierta a la trascendencia sino claramente vinculada a la espiritualidad cristiana, y que constituye una verdadera joya para cualquier profesional de la salud mental, aunque hemos de reconocer que esta corriente psicológica ha sido muy pobremente divulgada y cuenta con un número más bien modesto de seguidores. Rudolf Allers arrojó una luz esclarecedora acerca de las relaciones entre una vida moralmente desordenada y las neurosis, y promueve un tratamiento eficaz de la persona mediante el desarrollo de las virtudes.
Por su parte, Viktor Frankl es el padre de la llamada tercera escuela vienesa de psicología o Logoterapia. Esta corriente ha alcanzado una notable promoción internacional y reúne a un buen número de profesionales. Es una psicología abierta también a la trascendencia, sin promover ninguna espiritualidad en particular. La Logoterapia identifica la búsqueda de sentido como el gran motor de la conducta humana. Por ello, más que apuntar a un determinado fin, procura ayudar al paciente a dar sentido a su historia personal, a su propia existencia. Si bien no promueve directamente los valores tradicionales, los reconoce abiertamente. Invita, por tanto, a considerar la vida humana como una tarea que debemos realizar con libertad, dándole un sentido y asumiendo la responsabilidad de nuestras decisiones.
Así pues, tanto la escuela psicológica de Allers como la de Frankl se muestran conformes con la realidad del hombre, y su aplicación, bien sea de manera separada o combinada, proporciona una ayuda eficaz para superar, o al menos sobrellevar bastante bien las enfermedades mentales.
Esperamos que todo lo dicho haya mostrado, aunque sólo fuera con poca profundidad, que la psicología y la fe se enriquecen mutuamente, y sólo se oponen si el ser humano no es entendido y aceptado como es en realidad: un ser compuesto por cuerpo y alma, trascendente y llamado a una relación de amor con su Creador.
Primera Vía | Segunda Vía | Tercera Vía | Cuarta Vía | Quinta Vía | |
Por el Movimiento | Por la Subordinación de las Causas Eficientes | Por la Contingencia de los Seres | Por los Grados en las Perfecciones de los Seres | Por el Orden del Universo y la Finalidad Interna de los Seres Naturales | |
Efecto Universal Patente en los Entes Sensibles | Los sentidos nos muestran que en el mundo hay cosas que cambian | La experiencia muestra que en el mundo sensible hay causas eficientes | Encontramos que las cosas pueden existir o no existir (son contingentes) | En la naturaleza hay una jerarquía de valores o perfecciones | Hay cosas que no tienen conocimiento y sin embargo obran por un fin |
Principio de Causalidad (“Tal Hecho es Causado por...”) | Todo lo que se mueve es movido por otro | No hay nada que sea causa de sí mismo | Los seres contingentes no tienen el principio de su existencia en sí mismos | Lo perfecto no puede tener su origen en lo imperfecto sino sólo en algo aún más perfecto | Las cosas que carecen de conocimiento solo puede tender a un fin si alguien que entiende las dirige |
Imposibilidad de un Proceso Hasta el Infinito en la Serie de Causas | En la serie de motores no se puede seguir indefinidamente | En las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente | No es posible la serie indefinida de seres relativamente necesarios | ||
Existencia de una Causa Primera | Debe haber un Primer Motor no movido por nadie | Debe existir una Causa Eficiente Primera | Debe existir un Ser absolutamente Necesario | Debe existir un Ser Perfectísimo | Debe existir un Ser Inteligente que dirija a todas las cosas naturales |
CONCLUSIÓN | DIOS EXISTE | DIOS EXISTE | DIOS EXISTE | DIOS EXISTE | DIOS EXISTE |
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