Por: Rommel Andaluz Arrieche
Hacia el 2004 escribí esta breve disertación que hoy comparto con ustedes. Espero que la disfruten.
Con respecto a nuestra vida, el conocimiento de este bien [supremo] es cosa de gran momento, y teniéndolo presente, como los arqueros el blanco, acertaremos mejor donde conviene. Y si así es, hemos de intentar comprender en general cuál pueda ser, y la ciencia teórica o práctica de que depende (Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro I, Cap. II).
En la actualidad se oye mucho acerca de la pérdida de los valores morales, la necesidad de recuperarlos, el comportamiento ético o anti-ético de tal o cual persona, etc. Y no sólo eso, sino que la gravedad con que se hacen tales comentarios no nos deja la más mínima duda de que estamos oyendo acerca de algo objetivo, y no simplemente del parecer de alguien respecto a un tema. Sin embargo, no es raro que al preguntar qué se entiende por ética o moral, nos encontremos con las siguientes sorpresas: 1) que se haga una diferenciación tal entre ética y moral, que casi parecieran referirse a realidades entre las que no existe mucha relación. En general, se asume que la ética tiene relación con la conducta profesional, mientras que la moral se identifica con la conducta que debe seguir una persona de acuerdo a sus creencias religiosas; y 2) que tanto la ética como la moral, así entendidas, se reducen a un conjunto de convencionalismos que no tienen ningún fundamento objetivo. Es decir, que las normas éticas o morales vienen a ser como una especie de compendio de subjetividades (opiniones) compartidas entre los individuos que componen una sociedad y que, por tanto, son susceptibles de ser cambiadas de cualquier forma –incluso por normas contrarias- bajo la única condición de que sigan compendiando la subjetividad de tales personas.
Esta forma de concebir la ética y la moral tiene consecuencias realmente peligrosas, ya que –por ejemplo- deja sin fundamento objetivo y universal, es decir, aplicable a todas las personas de todos los tiempos, con independencia de sus opiniones, la existencia de los derechos humanos y el sentido de la justicia. Veamos por qué: si el fundamento de la ética o la moral es el consenso, la convención, queda claro que si en un país la mayoría está de acuerdo en que ciertas etnias deben desaparecer o pueden ser tratadas de cualquier modo, habría que aceptarlo como algo bueno, pues sería una subjetividad compartida y eso es lo que importa. Otra consecuencia poco o nada razonable que puede también derivarse de esta concepción de la ética y la moral, es que deberíamos considerar simplemente como una gran coincidencia –y nada más– el hecho de que todas las culturas que han existido a lo largo de la historia hayan respetado la vida, porque se supone que pudieron ser justo al contrario si así hubieran opinado los hombres de tales culturas. Lo dicho hasta ahora muestra claramente la importancia de saber qué son la ética y la moral y cuál es su fundamento, y ese es justamente el objeto de nuestra investigación, que pretendemos desarrollar partiendo de la definición de estos términos, seguida de su análisis.
La diferencia que existe entre las palabras ética y moral radica en su etimología, no en su significado: ética deriva del griego (ethos, etheos), mientras que moral deriva del latín (mos, moris); pero ambas significan lo mismo: buenas costumbres. De acuerdo con lo que aparece en prácticamente cualquier diccionario de lengua castellana, la ética es una disciplina filosófica que tiene por objeto los juicios de valor cuando se aplican a la distinción entre el bien y el mal; y la moral se define como la ciencia que trata del bien y de las acciones o conductas de las personas con respecto al bien y al mal. Es, pues, claro que ambas voces hacen referencia a la misma realidad: una ciencia que estudia los actos humanos y los juzga como buenos o malos. Por esta razón, en adelante usaremos indistintamente los vocablos moral y ética.
Siendo los actos humanos el objeto de estudio de la moral, conviene saber qué entendemos por tales: las acciones propias del hombre, es decir, aquellas que son realizadas con la participación activa de sus facultades racionales: inteligencia y voluntad [1]. Puesto que, como dice el Filósofo, toda acción y elección parecen tender a algún bien [2], es evidente que las normas emitidas por la ética –y por esta razón se dice de ella que es una ciencia normativa o prescriptiva– deben ser acatadas por todo hombre, pues señalan lo bueno que debe hacerse y el mal que debe evitarse, no por convención sino conforme a lo que es propio de la naturaleza humana.
Aunque apenas estamos empezando a recorrer el camino en este ejercicio del pensamiento, podríamos decir que nos hemos topado ya con lo que constituye el fundamento de la ética: la existencia de un bien para el hombre según su naturaleza, esto es, de un bien objetivo para todos los hombres de todas las culturas, que no depende de circunstancias particulares o convenciones sino de la naturaleza humana, que es la misma para todos con independencia de lugar, tiempo, forma de pensar, etc.
Creo que todos estamos de acuerdo en que la naturaleza humana es una y la misma universalmente. Sin embargo, es frecuente que se afirmen cosas distintas acerca de lo que es el bien para el hombre. Casi me parece oír expresiones como ésta en torno al bien: “eso depende de lo que cada quien piense, porque es algo muy relativo”. Y es justamente este tipo de afirmaciones las que nos sitúan ante preguntas claves, tales como: ¿existen verdades objetivas? ¿Puede el hombre llegar a conocerlas? Dar respuesta a estas interrogantes constituye uno de los pasos decisivos de nuestra investigación, ya que son múltiples las consecuencias que traen consigo, no sólo en el ámbito moral sino también en todos los demás aspectos de nuestra vida, pues tienen aplicación universal.
La verdad se ha definido clásicamente como la adaequatio rei et intellectus, esto es, la adecuación del pensamiento a la realidad. Nótese que se habla de una correspondencia entre lo que la cosa es y lo que pensamos de ella. Es decir, no es la realidad la que debe acomodarse al pensamiento, como si éste fuera el origen de la realidad, la norma y razón de todo, sino que es el hombre en su intelecto quien debe reconocer aquello que se presenta ante él y aprehenderlo, captarlo como es sin deformarlo. Esto que acabamos de decir sería casi una aclaratoria superflua si viviéramos en una época previa al siglo XVII, pero luego de Descartes, Hobbes y Kant, entre otros, para quienes lo importante no era tanto la realidad misma de las cosas sino más bien la idea que de ellas nos hiciéramos, resulta prácticamente indispensable recordarlo [3].
Desafortunadamente, entre los legados de la llamada Filosofía Moderna figuran el subjetivismo y el inmanentismo que, a su vez, conducen al relativismo, es decir, a la idea de que no existen verdades universales e inmutables sino que cada quien tiene “su propia verdad”, y que ésta puede cambiar con el tiempo o incluso ser originada por convención. Esta corriente de pensamiento ha ido extendiéndose cada vez más con el paso de los años. En este sentido, describió muy acertadamente C.S. Lewis al hombre contemporáneo cuando dijo que ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son "ciertas" o "falsas", sino "académicas" o "prácticas", "superadas" o "actuales"... [4]. Así, pues, lo importante no es ya la verdad de las cosas sino “mi concepción”, “la idea que tengo”, o bien “lo que la mayoría piensa” respecto a algo, con independencia de su adecuación o no a la realidad. Adicionalmente, se le da tal importancia a la “contemporaneidad” de los conceptos, que la validez de éstos parece depender, sobre todo, de que “estén de moda”. Por ello, acudir a una fuente clásica es, no pocas veces, razón suficiente para que se descarte a priori casi cualquier afirmación que se haga, considerándola anticuada y hasta absurda, carente de sentido.
A pesar de que el relativismo ha llegado a originar en nuestros días una verdadera crisis en torno a la verdad [5], al pensar las cosas con detenimiento nos percatamos de que tal postura conduce a un absurdo, pues nos lleva a conclusiones que van en contra de la experiencia común. Examinémoslo con calma: ninguna persona en su sano juicio negará que los sentidos le permiten entrar en contacto con el mundo que le rodea, y no sólo eso sino que el modo característico en que su intelecto llega a conocer las cosas es a través de las percepciones que aquéllos le proporcionan. Pero conocer, saber, no suele entenderse en el sentido de “hacerse una idea” vaga de las cosas o “alcanzar un consenso” acerca de lo que ellas son, sino de captar su esencia: aprehenderlas. De no ser así no existirían las ciencias, ya que nos conformaríamos con “pensar algo acerca de las cosas” y ya, pero no es eso lo que hacemos. Por el contrario, dedicamos años de investigación poniendo a prueba “nuestras ideas” para ver si corresponden o no a la realidad, si las cosas son así o de otro modo. Quizá un ejemplo tomado de la vida diaria esclarezca aún más lo familiar que nos resulta la noción de verdad objetiva y cuán frecuentemente la usamos: cuando tenemos una enfermedad no nos basta “hacernos una idea” de lo que tenemos, ni mucho menos decidimos tomar remedios que “suponemos” nos van curar de esa enfermedad sino que nos buscamos a un médico, a alguien que sepa realmente –de verdad– lo que padecemos; y que, en virtud de sus conocimientos –y no simplemente de su parecer o sus ideas–, sea capaz de atinar con el remedio adecuado para curarnos del mal que nos aqueja. Más aún, cuando el fármaco prescrito nos cura, no decimos que el médico tuvo una “buena idea”, una “opinión acertada”, ni mucho menos que “la pegó”; más bien decimos que el médico sabía, que conocía de verdad, objetivamente, qué enfermedad teníamos y cuál era su remedio.
Así, pues, resulta claro que existen verdades objetivas y que éstas puedan ser alcanzadas por el hombre. Esto se apoya, en primer lugar, en el hecho de que las cosas son, existen realmente, de manera objetiva, con independencia de nuestro parecer o nuestra cultura; y en segundo lugar, en que el hombre es un ser racional, dotado de inteligencia, y tiene naturalmente el deseo de saber [6]. Más aún, es en el ejercicio de sus facultades intelectuales, y no sin él, como el hombre realiza las actividades que le son propias según su naturaleza [7], como ya habíamos dicho. Por ello, no dudamos en afirmar que la verdad constituye el objeto propio de la inteligencia y, por tanto, cualquier forma de relativismo llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana [8], pues conduce al abandono de aquello que constituye una parte esencial de nuestra realidad ontológica, de nuestro ser.
Ahora bien, sabiendo: 1) que la moral tiene por objeto el estudio de los actos humanos y su valoración como buenos o malos; 2) que los actos humanos son aquellos que se realizan con la participación activa de las facultades racionales, esto es, la inteligencia y la voluntad; 3) que existen verdades objetivas y universales; 4) que el hombre puede alcanzar tales verdades y éstas constituyen el objeto propio de la inteligencia; 5) que toda acción y elección parecen tender a algún bien; y 6) que el fundamento de la ética universal es la existencia de un bien objetivo para el hombre, según su naturaleza; convendrá preguntarnos cuál es ese bien. Indaguemos, pues, este asunto.
Puesto que en el hombre coexisten esencialmente, no por accidente, una realidad material, que llamamos cuerpo, y una inmaterial, que llamamos alma o espíritu; y dado que las facultades racionales, que nos confieren superioridad ontológica respecto a los demás seres que observamos en la naturaleza, no radican en el cuerpo sino en el alma [9], es claro que, entre los bienes, clásicamente distribuidos en: exteriores, del cuerpo y del alma, los más importantes son los del alma [10]. Nuestra investigación, sin embargo, no pretende centrarse en bienes particulares del alma, como –por ejemplo– el honor, sino en el bien supremo, esto es, aquel que buscamos por sí mismo como término último de nuestras acciones [11]. Este bien nos parece ser, por encima de todo, la felicidad. A ella, en efecto, la escogemos siempre por sí misma y jamás por otra cosa [12], siendo, por tanto, un bien absolutamente final, pues se basta a sí misma: es autosuficiente [13]. Además, el verdadero bien debe ser algo propio y difícil de arrancar del individuo [14]; y es claro que la felicidad cumple también con esta condición.
Pero si es verdad que toda acción y elección parecen tender a algún bien y la felicidad es el bien supremo, ¿por qué no todos los hombres son felices? Pareciera que el motivo de esto es que no todos eligen el verdadero bien soberano, sino que toman por tal lo que no es más que un bien particular; sea porque eligen un bien del cuerpo o exterior, que siempre son bienes particulares, pues dijimos que el bien soberano pertenece al conjunto de los bienes del alma; o bien porque eligen un bien particular del alma. Es decir, todos los hombres eligen ciertamente un bien como término de sus actos, pero no todos optan por el verdadero bien supremo. En efecto, son muchos los que asumen como bien supremo el placer (un bien particular del alma) o las riquezas (un bien exterior); y por esta razón afirmó Aristóteles que la mayoría de los hombres muestran tener decididamente alma de esclavos [15]. Otros, en cambio, a quienes el Filósofo llama espíritus selectos, toman el honor (bien particular del alma) por el bien supremo; pero es éste un bien harto superficial, pues se busca en realidad como señal de reconocimiento de las propias virtudes, indicando así que se valoran más estas últimas que el honor mismo; además de que es manifiesto que el honor está más en quien da la honra que en el que la recibe [16], y ya dijimos que el verdadero bien debe ser algo propio.
Pero si son tantos los que yerran en la búsqueda del bien supremo, debe ser porque no es fácil conocerlo (esto se relaciona con la inteligencia) o porque no es fácil realizar los actos que conducen a él, que lo tienen por término último (esto se relaciona con la voluntad), o bien por ambas razones, pues en los actos humanos participan ambas facultades racionales. Acerca de la dificultad de conocerlo, baste con recordar lo extendido que está el relativismo. Quienes no se dan cuenta o no quieren aceptar la existencia de verdades objetivas, ¿cómo llegarán a conocer la existencia del verdadero bien soberano y cuál es? Lógicamente están incapacitados para ello. Y en cuanto a lo que pareciera ser otro motivo que dificulte o impida conocer el bien supremo, no consideramos que sean muy frecuentes los casos de ignorancia invencible, esto es, el de aquellos que desconocen las verdades sin culpa alguna, pues no tienen la posibilidad de salir de su ignorancia. Tal es el caso, por ejemplo, de los indígenas que no tienen contacto con la civilización. No obstante su ignorancia, hay que reconocer que quienes viven en esas condiciones suelen ser personas sencillas, llenas de sentido común y de lo que podríamos llamar “bondad natural”; y que buscan el bien supremo aún sin conocerlo de manera formal y explícita, pues el deseo de dicho bien está como impreso en sus corazones. Pasemos ahora a hablar de la dificultad de realizar los actos que tienen por término último el bien supremo.
Puesto que, como dice el Estagirita, de las facultades racionales una es la que piensa (inteligencia) y otra la que obedece a la razón (voluntad); es claro que si la inteligencia no conoce cuál es el verdadero bien soberano, la voluntad no podrá dirigirse a él. No obstante, a veces ocurre que la inteligencia conoce el verdadero bien y, sin embargo, la voluntad se rebela y elige no actuar conforme a él a causa de lo arduo que le resultan los actos correspondientes. En tales casos, es claro que la solución al problema debe orientarse al adiestramiento de la voluntad, de tal modo que habitualmente esté sujeta a la inteligencia, realizando –aunque le cueste– lo que la razón le presente como verdadero bien, pues el objeto propio de la voluntad es justamente ese bien. Y como tal entrenamiento consiste en que repetidamente se elija dicho bien, se originará un hábito en el actuar, esto es, un hábito operativo que, por estar dirigido al bien, le llamaremos bueno. Y es sabido que a los hábitos operativos buenos se les llama –desde antiguo– virtudes. En efecto, dice el Filósofo que la virtud del hombre será entonces aquel hábito por el cual el hombre se hace bueno y gracias al cual realizará bien la obra que le es propia [17]: actuar conforme a la razón.
De lo anterior se deduce que como los hombres viven continuamente realizando actos y, en cada uno de ellos, pueden dirigirse o no al bien supremo: la felicidad; sólo serán felices los que practiquen las virtudes [18], siendo –por el contrario– infelices los hombres que tengan vicios morales, esto es, hábitos operativos malos. Por ello, Sócrates [19], Platón [20, 21] y Aristóteles [22] sostenían que la buena educación consiste ante todo en la enseñanza de la virtud, pues de este modo el hombre aprende desde la infancia a complacerse en el bien y repugnar y dolerse del mal, quedando así adecuadamente orientado a la búsqueda de la felicidad.
Finalmente, quisiéramos resaltar una realidad con la que nos hemos topado en esta disertación, y de la que acaso nuestro lector ya se halla percatado: se trata de la intrínseca relación que existe entre la verdad y el bien, pues ellas constituyen como las dos caras de una misma moneda. Y también, que sólo al reconocer la existencia de verdades objetivas es posible hablar de un bien supremo verdadero, que no depende del parecer de algunos, de la cultura o del consenso, sino que es el mismo para todo hombre en cualquier tiempo o lugar; y que es inmutable por estar fundamentado en la naturaleza humana, que es una y la misma para todos los hombres de todas las épocas. Y con esto concluimos nuestra investigación, pues consideramos haber alcanzado el fin que nos propusimos.
Que el Señor y la Santísima Virgen nos bendigan y acompañen siempre. Amén.
[1] Cfr. Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro I, Cap. VII.
[2] Aristóteles, op. cit., Libro I, Cap. I.
[3] Josef Pieper, La Verdad de las Cosas, Concepto Olvidado. Revista Universitas, Stuttgart, Vol. VII, nº. 4, 1970.
[4] C.S. Lewis, Las Cartas del Diablo a su Sobrino, Carta I.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis Splendor, n. 32.
[6] Aristóteles, Metafísica, Libro I, Cap. I.
[7] Cfr. Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro I, Cap. VII.
[8] Juan Pablo II, loc. cit.
[9] Cfr. Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro I, Cap. VII.
[10] Op. cit, Cap. VIII.
[11] Op. cit, Cap. VII.
[12] Op. cit.
[13] Cfr. Op. cit.
[14] Op. cit, Libro I, Cap. V.
[15] Op. cit.
[16] Op. cit.
[17] Op. cit., Libro II, Cap. VI.
[18] Cfr. Op. cit, Libro I, Cap. VIII.
[19] Cfr. Platón, Apología de Sócrates, Cap. IV.
[20] Cfr. Platón, República, 401 – 402.
[21] Cfr. Platón, Leyes, 653.
[22] Cfr. Aristóteles, op. cit., Libro II, Cap. III.
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