Por: Rommel Andaluz Arrieche
Discurso de la pastora Marcela en el entierro de Grisóstomo
La obra Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, constituye no sólo un texto de extraordinaria riqueza literaria, sino también una exposición magistral de diversos valores humanos y cristianos. Al hacer la distinción entre valores humanos y cristianos, no pretendo en absoluto proponer una dicotomía antagónica entre ellos, que por lo demás no existe; trato simplemente de dejar claro que algunos valores derivan de verdades que pueden ser alcanzadas con la sola luz de la razón [1]: que existe un solo Dios, que el ser humano está dotado de un alma espiritual, que hay una verdad y un bien moral objetivos, etc.; éstos son llamados valores humanos naturales o simplemente valores humanos. Sin embargo, otros no pueden ser alcanzados por la sola razón sino gracias a la luz sobrenatural de la fe [2]: sentido trascendente del sufrimiento y de la muerte, conocimiento de una retribución o castigo eterno después de esta vida, sentido de una vocación o llamada divina, etc; a éstos se les llama valores humanos sobrenaturales o valores cristianos. Quede claro que todos los valores humanos son también valores cristianos, siempre y cuando estén informados –y, por tanto, elevados a su plenitud– por las virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, mediante las cuales el hombre cree en Dios, espera en Él y Lo ama [3].
Sentadas estas premisas, nos disponemos a analizar el discurso de la pastora Marcela [4] en la obra Don Quijote, con la finalidad de exponer el conjunto de valores contenidos en él. Para ello, procederemos con orden, colocando primero un fragmento del discurso y discutiéndolo a continuación. Pero antes de comenzar el análisis, amigo lector, quisiera ubicarte brevemente en el contexto, para que captes desde el principio el sentido de la argumentación de Marcela. Esta joven pastora era una mujer de extraordinaria belleza, por lo que muchos jóvenes deseaban conquistar su corazón. Ella nunca dio muestras de aceptación a ninguno de sus pretendientes, y en todo observó una conducta honesta, sin provocaciones ni coqueterías con nadie. Sin embargo, quienes la pretendían afirmaban que despreciaba a sus amantes y que era una mujer cruel. De hecho, la acusaron de ser responsable de la muerte de un pastor llamado Grisóstomo, quien había muerto de tristeza al ver que Marcela no correspondía a su amor. Ella se presentó justo en el momento del entierro de Grisóstomo y pronunció frente a sus acusadores el discurso de defensa que es objeto de nuestro estudio. Y sin más que añadir, comencemos.
Fuera de razón van todos aquéllos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
Como podemos ver, Marcela inicia su argumentación diciendo que el juicio que de ella se han hecho los amigos de Grisóstomo no es simplemente una opinión desfavorable hacia su persona, sino algo fuera de razón, disconforme a un recto proceder intelectual. El motivo por el que los amigos de Grisóstomo están fuera de razón es que su pensamiento no está captando la realidad objetiva de los hechos. En efecto, si la verdad es la adecuación del pensamiento a la realidad, y a Marcela se le considera culpable de la muerte de Grisóstomo, siendo realmente inocente –como veremos más adelante–, se está yendo en contra de la verdad y, por tanto, actuando fuera de razón. Por eso ella dice que ha venido a persuadir una verdad, porque su defensa no se basa en su parecer sino en los hechos concretos. Y por si acaso alguno se obstinara en no aceptar la validez de sus palabras, afirma: a los discretos, puesto que discreción es sensatez para formar juicio.
Así pues, Marcela no ha venido a quejarse, ni mucho menos a inspirar compasión en sus adversarios para que se apiaden de ella; ha venido para hacerlos entrar en razón, para que se den cuenta de que yerran en su juicio y, por tanto, están siendo injustos, pues sólo puede haber justicia sobre la base de la verdad [5].
Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que sin ser poderosos a otra cosa a que me améis os mueve mi hermosura y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural entendimiento que Dios me ha dado que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que por razón de ser amado esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama.
Marcela reconoce humildemente su hermosura. He dicho humildemente porque la humildad no consiste en negar los propios dones, ni tampoco en inventarse defectos o exagerar los que en realidad se tienen, no; la humildad es la verdad [6], es decir, reconocer las propias limitaciones y defectos, pero saber también que se tienen buenas cualidades y que éstas constituyen dones que hemos recibido –como dice Marcela– del cielo.
Posteriormente, la pastora afirma que su hermosura mueve a quienes la ven a amarla, pero dice algo más, y es que quienes la ven, se enamoran de ella sin ser poderosos a otra cosa. Pero ¿por qué no son poderosos a otra cosa? La respuesta está en que quienes se enamoraban de ella por su belleza física, lo hacían dejándose arrastrar por la pasión, por no tener esa fuerza (poder) que deriva de la virtud. Esto no quiere decir que siempre que un hombre se enamora de una mujer hermosa lo hace porque no tiene virtudes y se está dejando arrastrar por la pasión; sin embargo, Marcela afirma que ése es el caso de los que la aman, ya que lo hacen sólo por su hermosura y actúan contra la razón –actitud propia de quien está ciego por la pasión– al pedir algo injusto: que ella esté obligada a corresponderles por el amor que le muestran.
Después, la pastora reconoce que su natural entendimiento es un don de Dios –chispazo de la Sabiduría divina [7]– que le permite descubrir que la belleza es un bien [8] y que, por tanto, es amable [9]. Pero también entiende que no por ser amada en virtud de su belleza está obligada a corresponder, pues sabe muy bien que es poseedora una estupenda libertad, por la que puede aceptar o rechazar una cosa u otra, a su arbitrio [10]. Quede claro que Marcela no defiende su libertad como la mera capacidad de aceptar o rechazar algo por simple gusto o capricho, que fácilmente derivaría en un libertinaje, sino como la elección voluntaria del bien, que es la verdadera libertad [11]. En efecto, en su defensa ella hace notar que no es justo que esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama, pues quien es amado así, es decir, sólo por sus cualidades físicas y no en la integridad de su persona, que abarca no solamente sus cualidades físicas sino también las espirituales –junto con sus limitaciones y defectos–, está siendo amado de modo indigno, tratado como una cosa.
Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: quiérote por hermosa, hasme de amar aunque sea feo.
Aquí Marcela nos muestra aun con mayor crudeza la injusticia a la que pretenden someterla sus admiradores, pues si por ser amada sólo por su hermosura estuviera obligada a corresponder a su amante, ¿podría ocurrirle cosa peor que la amara uno que fuera feo? Ciertamente, no; pues, si la belleza es el motivo en que se funda ese amor, no existiría en ese caso la más mínima razón para corresponder, ya que el amante no estaría en capacidad de ser amado por tal motivo. Una persona fea no puede ser amada en cuanto físicamente bella, pues simplemente no lo es; sin embargo, puede ser amada por sus buenas cualidades espirituales y su modo de ser, es decir, por sí misma en la integridad de su persona.
Pero puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran, que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad.
Y aun si corrieran igualmente las hermosuras, el amado no estaría obligado a corresponder, como ya se ha dicho. Es cierto que la belleza es amable, pero no por eso atrae irresistiblemente; es verdad que la contemplación de la belleza produce gozo [12], pero no necesariamente enamora, pues el amor requiere de un conocimiento profundo del otro, y esto no se logra con la sola mirada sino que es necesario un trato abierto, sincero y prolongado. Es por ello que Marcela afirma que algunas hermosuras alegran la vista y no rinden la voluntad, pues el amor no es simplemente un deseo, ni mucho menos un impulso ciego, sino un acto humano, esto es, una acción realizada con pleno uso de la inteligencia y la voluntad; por tanto, un acto libre y responsable, una decisión moral.
Que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas sin saber en cuál habían de parar; porque siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos; y según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien?
Es evidente que el conocimiento de una persona bella, que además demuestra ser buena, muy probablemente engendre amor, pero debemos ser conscientes que ese amor ha de tener una cualidad importantísima: que pueda ser ordenado al bien. Es decir, se puede amar a diversas personas con amor de amistad, pero no de todas es moralmente lícito y conveniente enamorarse, aunque sean física y espiritualmente bellas en extremo, pues hay amores que son exclusivos y comprometen de por vida, esto es, que al optar por ellos se excluyen otras posibilidades de amar…
Para explicar con más detalle lo que venimos diciendo, tomemos las palabras de Marcela: el verdadero amor no se divide. Efectivamente, el verdadero amor conlleva a la propia entrega, al don de sí mismo [13]. Aunque esto aplica a los distintos tipos de amor (de amistad, conyugal, a Dios, etc.), el texto citado hace referencia particular al amor conyugal o esponsal. He usado los términos “conyugal o esponsal” para evitar la posible ambigüedad al usar la expresión “pareja”, que en la actualidad no distingue entre el amor limpio de un hombre y una mujer, y los amoríos aberrantes entre homosexuales. Asimismo, tampoco discierne entre el amor de los novios, que aunque se orienta al matrimonio se asemeja más bien a la simple amistad y, por tanto, no contempla la entrega física de quienes se aman; y el amor de los esposos, quienes se han entregado ya perpetuamente el uno al otro en cuerpo y alma y, por tanto, se pertenecen.
Así pues, estando la pastora tan clara de ideas, entendemos plenamente su queja: ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? En efecto, si la elección del cónyuge es una decisión cuyas consecuencias comprometen de por vida, es totalmente injusto pretender forzar a alguien a que lo haga sólo porque el otro manifiesta su intención, sea que ésta nazca de un corazón limpio o de uno arrastrado por la pasión.
Si no, decidme: ¿si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia sin yo pedilla ni escogella.
Para continuar su línea argumentativa, Marcela pregunta a sus acusadores si sería injusto que siendo ella fea ninguno de sus admiradores la amara. Evidentemente, la respuesta es negativa. Pero la pastora no se queda allí; también les hace ver que ella no escogió ser hermosa, sino que ésa es una gracia que le ha venido del cielo.
Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca.
Marcela no es ignorante de que su hermosura es un don que entraña ciertos riesgos, el de llamar la atención y enamorar a muchos. Sin embargo, como su belleza es un bien que se le ha otorgado gratuitamente, se defiende con firmeza diciendo que no merece ser reprehendida por ser hermosa. En efecto, no por ser bella y llamar la atención de manera natural se le puede culpar de nada, aunque podría acontecer que algunas mujeres bellas sí merecieran reprensión. La clave para entender esto último lo da la misma pastora al afirmar que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. El corazón de esa frase es: en la mujer honesta. Efectivamente, la honestidad –más comúnmente llamada hoy día castidad o pureza– es la virtud filial de la templanza mediante la cual moderamos racionalmente nuestra conducta en lo referente a la sexualidad [14]; abarca los ámbitos físico, espiritual y de relación con los demás mediante un trato decente, decoroso. Así pues, una mujer hermosa y honesta –como Marcela– no merece reprensión. Sin embargo, merecería reprensión aquella que, siendo hermosa o no, se anduviera con liviandades o coqueteos indecentes, bien sea en el hablar, en el comportamiento o en el vestir, ya que no sería como fuego apartado o como la espada aguda sino más bien una continua provocación a los demás, siendo responsable –en parte– de la desviación moral de muchos; lo mismo aplica para los hombres que cayeran en actitudes semejantes.
La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
Marcela deja claro que el buen nombre (honra) y las virtudes son adornos del alma. Pero… ¿por qué es esto así? Porque las virtudes son hábitos operativos buenos [15] y, por tanto, perfeccionan al alma. Y dado que el ser humano es un ente compuesto por una realidad física (cuerpo) y una espiritual (alma) [16], y –según enseña Aristóteles [17]– es en esta última donde radican las facultades que nos confieren superioridad ontológica respecto a los demás seres que observamos en la naturaleza, es claro que los bienes más importantes son los del alma [18]. Así pues, se entiende por qué la pastora afirma que sin las virtudes y la honra, el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso.
Luego, Marcela hace una alabanza de la virtud de la honestidad, sinónima –como ya se dijo– de castidad o pureza cristiana, diciendo que es una de las que más embellecen al cuerpo y al alma. En efecto, la pureza y las virtudes que le son anejas (pudor, modestia, decencia, etc.) hermosean al cuerpo en cuanto que lo preservan de la corrupción que acompaña a todo desorden, y embellecen al alma –igual o más que al cuerpo– en tanto que hacen que la persona se conduzca conforme al dictamen de la razón [19] y tenga mayor capacidad de apreciar la belleza sensible [20], amar con generosidad –dándose a los demás con olvido de sí mismo [21]– y contemplar a Dios [22, 23], Autor mismo de la belleza [24].
Considerando lo dicho, así como la queja de Marcela: ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?, pareciera que la pastora no está hablando de la pureza en general sino de la virginidad, esto es, de la castidad perfecta por amor a Dios. De hecho, varios de los fragmentos que nos faltan por analizar apuntan en este mismo sentido.
Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos.
Marcela aboga por su legítima libertad; ella no sólo ha decidido permanecer virgen sino que, consciente de su belleza, se ha retirado a los campos para no llamar la atención de nadie. Por eso dice con toda verdad: fuego soy apartado y espada puesta lejos.
A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras, y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad; y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino?
Por otra parte, Marcela nunca dio esperanza de alcanzar sus pretensiones a quienes decidieron ir a los campos en busca de ella. Antes bien, fue siempre clara en afirmar su deseo de vivir en perpetua soledad, de permanecer virgen. Por ello, bien puede decir la pastora de aquellos que –como Grisóstomo– se obstinaron en seguir alimentando una ilusión vana, que antes les mató su porfía que mi crueldad. Ella reconoce que la intención de Grisóstomo era buena, pues lo que deseaba era casarse; pero siendo el matrimonio un asunto de dos, sería absurdo pensar que para que éste se dé basta una sola voluntad.
Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa. Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.
Marcela tiene su conciencia limpia por no haber estado coqueteando ni jugando con Grisóstomo, por eso no fue falsa; tampoco actuó cruelmente al no consolarle por el desengaño, pues en ese caso no habría hecho sino dar a Grisóstomo más motivos para que la amara. No es justo, por tanto, imputar a Marcela la culpa que tiene Grisóstomo por su tozuda e insensata actitud. Habría motivo de reproche hacia la pastora si habiéndole prometido amor luego lo hubiera defraudado, pero no fue eso lo que ocurrió.
El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes.
Hay un dicho que reza: “matrimonio y mortaja, del cielo bajan”. Si hasta ahora a Marcela no le ha bajado del cielo el matrimonio, ¿por qué motivo estaría ella obligada a escoger a alguno para casarse? Nadie está obligado a contraer matrimonio. Ella ha decidido libremente no casarse, no por desprecio al matrimonio sino con miras a un bien mayor, la virginidad. Para entender esto último, conviene distinguir entre lo que se entiende actualmente por virginidad y cuál es su sentido cristiano. Hoy en día se considera la virginidad en un sentido estrictamente anatómico: la conservación de los genitales femeninos en su integridad innata; la virginidad cristiana, en cambio, va mucho más allá de lo meramente físico: es la decisión libre de abstenerse, para siempre y por amor a Dios, del uso de la facultad generativa, así como del deleite asociado a ella [25]. Es, pues, claro que la virginidad constituye un bien superior al matrimonio sólo si está motivada por amor a Dios, ya que si fuera fruto de una concepción maniquea de la sexualidad humana [26] u otras razones poco nobles –el trauma psicológico producto de una agresión sexual, por ejemplo–, no sólo no sería un bien superior al matrimonio sino que ni siquiera constituiría un bien.
En cuanto al modo en que Marcela entiende su virginidad, creo que no tendremos dudas en reconocer que lo hace en sentido cristiano, pues desde el inicio de su discurso ha tenido a Dios en sus labios, y su argumentación muestra un profundo sentido religioso; pero ya volveremos sobre esto un poco más adelante. Mientras tanto, terminemos el análisis de este fragmento de su discurso.
Marcela afirma que sus palabras deben servir a quienes la pretenden de su particular provecho, y que nadie se atreva a decir que va a morir de celos o desdichado por culpa de ella, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos. En efecto, estrictamente hablando los celos sólo pueden tener cabida entre quienes aman y son correspondidos, no en quienes están enamorados solos. Por otra parte, ella tampoco es responsable de la desdicha de nadie, porque una cosa es un desengaño, que es hacer conocer a alguien el error en el que está; y otra distinta es un desdén, que es el menosprecio de algo o alguien. Marcela no ha menospreciado a nadie, tan sólo ha sido firme y franca al manifestar de su decisión, que por lo demás es muy noble y laudable.
El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél; ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro.
Las primeras líneas del párrafo citado podríamos traducirlas como un: “si no te gusta, no lo tomes”; si tanto se quejan de Marcela, que simplemente no la busquen; ella nunca ha manifestado interés por quienes la pretenden. Y refiriéndose a Grisóstomo, vuelve a decir que él murió por su obstinación, y que a ella no se le puede reprochar su decisión de ser virgen. Si ella se ha retirado a los montes para vivir conforme a su legítimo y noble deseo, y en todo ha observado una conducta intachable, ¿por qué ha de soportar la injusticia de que se le fuerce a casarse? De ninguna manera. Decida libremente cada quien el estado en que quiere vivir, y que se le respete su decisión.
La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Marcela enuncia las actividades a que se ha dedicado desde que tomó su decisión: la conversación honesta –limpia, decente– con las muchachas de la zona y el pastoreo de sus cabras. Luego, nos remite claramente a la motivación última de su virginidad cuando dice que sus deseos tienen por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera. Es evidente que ella no ha decidido ser virgen simplemente para dedicarse a pastorear sus cabras y conversar con aldeanas humildes, sino por amor a Dios.
Si bien Marcela no es una persona real sino un personaje creado por Cervantes, su historia es plenamente verosímil. Quizá alguno osará preguntar: ¿por qué una joven española del siglo XVII habría de consagrarse a la virginidad sin optar por la vida monástica, habiendo ya en la Iglesia instituciones de este tipo? En efecto, ya existían conventos y congregaciones religiosas en esa época en España, y quizá uno de los ejemplos más claros y cercanos en el tiempo lo constituya Santa Teresa de Ávila (1515–1582), Virgen y Doctora de la Iglesia [27]. Pero tampoco hay que olvidar que la virginidad se vivió en la Iglesia primitiva mucho antes del surgimiento de las instituciones religiosas, y que su núcleo central –como ya se ha dicho– es la decisión personal y libre de renunciar al matrimonio por amor a Dios, independientemente de la pertenencia o no a una institución de la Iglesia. Así, es probable que al introducir el personaje Marcela, Cervantes tuviera en mente ejemplos como los de Santa Águeda (siglo III) y Santa Inés (siglo IV), jóvenes de singular belleza que decidieron conservar su virginidad por amor a Dios, y que sufrieron martirio luego de ser denunciadas como cristianas –en tiempos de fuerte persecución a la Iglesia– por sus desengañados pretendientes [28].
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban.
Y de manera similar a como quedaron quienes asistieron al entierro de Grisóstomo, luego de que Marcela hiciera su defensa y se fuera, quedamos también tú y yo –amigo mío– admirados de la inmensa riqueza contenida en este fragmento de Don Quijote. Y si es verdad aquello de que por el hilo se sacará el ovillo [29], y las pocas líneas citadas encierran tantas enseñanzas, ¡cuántas más tendrá toda la obra! Vale.
Instruir y deleitar
al escribir has de buscar,
pues no está bien el querer
al prójimo entretener,
si con eso has de lograr
su conciencia deformar;
antes bien debes luchar,
para que siempre tu obrar
vaya teniendo por fin
ayudarle a mejorar.
El que miente con la pluma
no sólo es un mentiroso,
sino que con ello causa
daño realmente espantoso.
Tú, dedícate a escribir
diciendo siempre verdad,
que si bien eso no siempre
da dinero en cantidad,
te aseguro que el rumbo ése
lleva a la felicidad.
Rommel Andaluz.
Que el Señor y la Santísima Virgen nos bendigan y acompañen siempre. Amén.
[1] Testimonio claro de esto lo dan Platón y Aristóteles, quienes vivieron en el siglo IV a.C. y alcanzaron estas verdades.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 50.
[3] Idem, n. 1968.
[4] Cfr. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Parte I, Cap. XIV.
[5] Cfr. San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 83.
[6] San Josemaría Escrivá, Surco, n. 259.
[7] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 179.
[8] Cfr. José Gay Bochaca, Curso de Filosofía, Ediciones Rialp, S.A. (2001). Segunda Edición, pp. 394-395.
[9] Cfr. Aristóteles, Etica Nicomaquea, Libro VIII, Cap. II.
[10] San Josemaría Escrivá, loc. cit.
[11] Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n. 17.
[12] Cfr. José Gay Bochaca, loc. cit.
[13] Cfr. Rafael T. Caldera, Visión del Hombre. La Enseñanza de Juan Pablo II, Ediciones Centauro. Avila Arte, S. A. (1986). Segunda Edición, pp. 18-20.
[14] Cfr. Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales, Ediciones Rialp, S. A. (2001). Séptima Edición, pp. 231-237.
[15] Cfr. Aristóteles, op. cit., Libro II, Cap. VI.
[16] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 362-367.
[17] Cfr. Aristóteles, op. cit., Libro I, Cap. VII.
[18] Op. cit., Cap. VIII.
[19] Op. cit., Libro VII, Cap. I. En sentido estricto, Aristóteles no habló de pureza cristiana –vivió cuatro siglos antes de Cristo–, pero sí acerca de la continencia, que es su equivalente en el plano humano natural.
[20] Cfr. Josef Pieper, op. cit., pp. 248-249.
[21] Cfr. San Josemaría Escrivá, op. cit., n. 84.
[22] Cfr. Evangelio según San Mateo, 5, 8.
[23] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 2-2, 180, 2 ad 3.
[24] Libro de la Sabiduría, 13, 3.
[25] Cfr. Josef Pieper, op. cit., pp. 260-262.
[26] El maniqueísmo es una doctrina herética fundada y divulgada por Manes (siglo II), quien consideraba la materia como principio del mal y, por tanto, diabólica. En consecuencia, la sexualidad era vista por los maniqueos como algo malo, motivo por el cual prohibían el matrimonio.
[27] Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2002, Microsoft Corporation, voz Santa Teresa de Jesús.
[28] Op. cit., voces Santa Agueda y Santa Inés.
[29] Miguel de Cervantes, op. cit., Parte I, Cap. IV.
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