Fuente: Catholic.net
El estado de ánimo triste es un malestar psicológico frecuente, pero sentirse triste o deprimido no es suficiente para afirmar que se padece una depresión. Este término puede indicar un signo, un síntoma, un síndrome, un estado emocional, una reacción o una entidad clínica bien definida. Por ello es importante diferenciar entre la depresión como enfermedad y los sentimientos de infelicidad, abatimiento o desánimo, que son reacciones habituales ante acontecimientos o situaciones personales difíciles.
En la respuesta afectiva normal nos encontramos con sentimientos transitorios de tristeza y desilusión comunes en la vida diaria. Esta tristeza, que denominamos normal, se caracteriza por:
En la depresión como estado patológico se pierde la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y la esperanza de recuperar el bienestar. Se acompaña de manifestaciones clínicas en la esfera del estado de ánimo (tristeza, pérdida de interés, apatía, falta del sentido de esperanza), del pensamiento (capacidad de concentración disminuida, indecisión, pesimismo, deseo de muerte, etc.), de la actividad psicomotriz (inhibición, lentitud, falta de comunicación o inquietud, impaciencia e hiperactividad) y de las manifestaciones somáticas (insomnio, alteraciones del apetito y peso corporal, disminución del deseo sexual, pérdida de energía, cansancio, etc.).
Este conjunto de síntomas ponen de manifiesto que nos hallamos ante un estado patológico específico, netamente distinto de la tristeza normal y que adquiere formas e intensidades bien definidas. Y en ese sentido se han establecido diversas formas clínicas de depresión internacionalmente aceptadas, que de menor a mayor intensidad son:
Cada una de ellas con rasgos diferenciales clínicos bien establecidos.
La depresión es el resultado de un diálogo interactivo entre la biología, los factores personales y psicológicos, y el ambiente. Como factores biológicos figuran una base genética en algunas formas de depresión, alteraciones en los neurotransmisores cerebrales y alteraciones endocrinas e inmunológicas. Todos estos factores no deben ser considerados como agentes causales, sino como moduladores o marcadores biológicos del estado de enfermedad.
Desde otro punto de vista las características de personalidad juegan un papel unas veces de predisposición, otras de complicación del cuadro clínico, o de configuradores del cuadro clínico. Es de gran importancia también el estudio de los factores de vulnerabilidad, como, por ejemplo, la inestabilidad emocional, la hipersensibilidad, o la dependencia, la inseguridad y el pesimismo, o la alta vulnerabilidad a las situaciones de estrés. Estos rasgos predispondrían a la enfermedad especialmente cuando se asocian a factores sociales negativos.
Pero existe también una variedad de factores de protección que fortalecen al sujeto. Son los sistemas de creencias religiosas y de valores, el grado de madurez psicológica que permite una respuesta equilibrada desde un punto de vista emocional y racional, la facilidad para captar y asumir el sentido de las experiencias propias y ajenas, los sentimientos estables de apoyo y pertenencia propios de las relaciones personales, e] ejercicio de la libertad para la realización de proyectos que comprometen de manera estable y que nos vinculan a los demás.
En cuanto a los factores ambientales se ha descrito una mayor probabilidad de padecer un trastorno depresivo cuando se dan factores externos adversos como una historia de eventos traumáticos, acontecimientos estresantes recientes, muerte prematura de un familiar, inadecuada educación por parte de los padres, pobreza, malnutrición, enfermedades médicas, historia familiar o personal de episodios afectivos, insuficiente soporte social. Todos estos factores, que forman parte de la biografía del individuo, repercuten en él, creando una vulnerabilidad al estrés.
En conclusión, los factores que inciden en la génesis de la enfermedad depresiva forman parte de un sistema interactivo, que modula la respuesta a los sufrimientos que generan tristeza. Este sistema interactivo incluye una valoración, un discernimiento interno personal, que otorga significado a lo percibido, con lo que se establece una variedad de expresiones que adquieren muy distintos significados clínicos.
En la tristeza o aflicción normal, aunque hay una afectación, ésta no rompe el sentido armónico de la persona, y por eso se produce una respuesta adaptada al propio sujeto y a su entorno. En el trastorno adaptativo la afectación es desproporcionada.
En la depresión mayor y en la distimia la afectación de las estructuras es, no sólo intensa, sino distorsionante. Y en el caso de la melancolía, del trastorno bipolar y de la depresión psicótica la respuesta está fragmentada, rota, con una fisura amplia respecto a las demás formas de depresión, pues manifiestan una ruptura interior, que supone un salto tanto cuantitativo como cualitativo.
Consideramos que el principio armónico y de control global al que toda persona tiende, y que es adaptativo, se distorsiona en tres fases sucesivas, que podemos denominar sobrecarga, distorsión y ruptura. Y no parece que se deba plantear una disyuntiva entre incremento cuantitativo y salto cualitativo. En todos los ámbitos, desde lo inorgánico hasta lo vivo, son muchos los casos en que un incremento cuantitativo del estrés se traduce en un cambio cualitativo, de forma, y de función.
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