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Perfección de la Persona. Curso sobre Virtudes - 2 de 7

Autor: Dr. Tomás Trigo. Profesor de Teología Moral.

Capítulo 2: Las Virtudes Humanas

 

Perfeccion de la Persona. Curso sobre Virtudes

 

Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones perfectas y alcanzar su plenitud humana, y la disponen a recibir, con la gracia, la plenitud sobrenatural, la santidad.

 

Las Virtudes Humanas

 

En este capítulo, ofrecemos las definiciones de los conceptos fundamentales relativos a las virtudes y trataremos de explicar su naturaleza y necesidad (1-3).

 

A continuación, estudiaremos las dimensiones esenciales de la virtud: intencional, electiva y ejecutiva (4). Se trata de un tema especialmente importante para comprender la virtud moral; su olvido fue la causa de la reducción de este concepto en el pensamiento moderno.

 

Expondremos las características del obrar virtuoso (5), y veremos en qué consiste la virtud moral como término medio, un concepto que no siempre ha sido bien entendido (6), la conexión de las virtudes y las consecuencias de esta cualidad (7).

 

Haremos también una breve reflexión sobre cómo se adquieren las virtudes, cómo se desarrollan y cómo pueden llegar a perderse por medio de actos contrarios (8).

 

Por último, dedicaremos un apartado (9) a señalar los elementos del contexto educativo adecuado para el cultivo de la vida virtuosa.

 

1. Concepto de virtud

 

Con el término «virtud» (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que, al perfeccionar su inteligencia y su voluntad, la disponen a conocer mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud humana y sobrenatural.

 

Alcanzar la plenitud humana y sobrenatural no puede entenderse en un sentido individualista: el fin de las virtudes no es el autoperfeccionamiento ni el autodominio, sino -como ha puesto de relieve S. Agustín- el amor, la comunión con los demás y la comunión con Dios.

 

Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales o adquiridas: unas perfeccionan especialmente a la inteligencia en el conocimiento de la verdad (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales).

 

Las virtudes que Dios concede gratuitamente al hombre para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios, son las virtudes sobrenaturales o infusas. Solo a estas puede aplicarse enteramente la definición agustiniana de virtud: «Una buena cualidad del alma, por la que el hombre vive rectamente, que nadie usa mal, y que Dios obra en nosotros sin nosotros» (1). Entre ellas ocupan un lugar central las teologales –fe, esperanza y caridad-, que adaptan las facultades de la persona a la participación de la naturaleza divina, y así la capacitan para unirse a Dios en su vida íntima.

 

Con la gracia, se reciben también los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las iluminaciones e impulsos del Espíritu Santo. A algunas personas Dios les otorga ciertas gracias, los carismas, ordenadas directa o indirectamente a la utilidad común.

 

2. Las virtudes intelectuales

 

Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de conocer la verdad. Esta aspiración, que consiste, en el fondo, en el «deseo y nostalgia de Dios» (2), sólo se sacia con la Verdad absoluta. Una vez conocida la verdad, el hombre debe vivir de acuerdo con ella y comunicarla a los demás.

 

La actividad intelectual –aprendizaje, estudio, reflexión- de la persona que busca la verdad, engendra en ella las virtudes intelectuales. La adquisición de conocimientos verdaderos capacita para alcanzar otros más profundos o difíciles de comprender.

 

2.1. División de las virtudes intelectuales

 

La razón dispone de dos funciones: la especulativa o teórica y la práctica. La razón especulativa tiene por fin conocer la verdad sobre el ser; y la razón práctica, dirigir la acción según la verdad sobre el bien. La primera aprehende lo real como verdadero; la segunda, como bueno.

 

a) Las virtudes que perfeccionan la razón especulativa son las siguientes:

 

—El hábito de los primeros principios especulativos o entendimiento (noûs, intellectus). Gracias a él la razón percibe de modo inmediato las verdades evidentes por sí mismas, sobre las que se asientan todos los demás conocimientos.

—La sabiduría (sophía, sapientia): es la virtud que perfecciona a la razón para conocer y contemplar la verdad sobre las causas últimas de todas las cosas; la verdad que responde a los problemas más profundos que la persona, en cuanto tal, se plantea. Es, en último término, el conocimiento de Dios como causa primera y fin último de toda la realidad.

—La ciencia (epistéme, scientia): perfecciona el conocimiento de la verdad sobre los diversos campos de la realidad observable.

 

b) La razón práctica, a su vez, es perfeccionada por las siguientes virtudes:

 

—El hábito de los primeros principios prácticos o sindéresis (del griego synteréo: observar, vigilar atentamente): hábito por el que se conocen las primeras verdades de la ley moral natural y los fines de las virtudes.

—La prudencia (frónesis, prudentia): virtud que perfecciona a la inteligencia para que razone y juzgue bien sobre la acción concreta que se debe realizar en orden a conseguir un fin bueno, e impulse su realización.

—La técnica o arte (téjne, ars): consiste en el hábito de aplicar rectamente la verdad conocida a la producción o fabricación de cosas.

 

2.2. Características de las virtudes intelectuales

 

Se suele afirmar que las virtudes intelectuales no son estrictamente virtudes, porque, aunque son buenas cualidades del alma, no perfeccionan a la persona desde el punto de vista moral. Mientras que las virtudes morales dan la capacidad para obrar moralmente bien, las intelectuales solo proporcionan el conocimiento de la verdad, y no garantizan el buen uso de ese conocimiento. Sin embargo, esta afirmación no es aplicable a la prudencia –que puede considerarse la virtud moral por excelencia-. En cuanto a las demás, es necesario tener en cuenta lo siguiente: el hecho de que no perfeccionen moralmente a la persona no quiere decir que carezcan de relevancia para la vida moral, ni que su adquisición sea independiente de las virtudes morales del sujeto. Como se irá viendo, unas y otras están íntimamente relacionadas.

 

Los hábitos de los primeros principios están íntimamente radicados en la naturaleza de la persona: puede decirse que, en cierto modo, son innatos a su mente (3) Son una luz intelectual que se actualiza ante la presencia de su objeto propio (la verdad y el bien): siempre que la persona quiere conocer la verdad y el bien, los primeros principios del ser y de la bondad se le presentan como evidentes. Ahora bien, el conocimiento que nos proporcionan estos hábitos se afirma y se hace más luminoso a medida que el sujeto actúa virtuosamente; y, por el contrario, se oscurece en la práctica si el hombre se deja llevar por el error, o actúa en contra de lo que establece la sindéresis.

 

La sabiduría, como conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el sentido último de la realidad, es una virtud del entendimiento especulativo. Desde este punto de vista, no constituye una virtud en el sentido pleno del término:(4) no implica necesariamente la perfección moral de quien la posee. Pero tiene también una vertiente práctica, que consiste en dirigir toda la vida de la persona de acuerdo con Dios, Verdad suprema y fin último (5) El hombre verdaderamente sabio es aquel que no solo posee conocimientos sobre Dios, sino que además los toma como criterio de pensamiento y regla de actuación. Por otra parte, como veremos más adelante, las virtudes morales de la persona juegan un papel muy importante en la adquisición de la verdadera sabiduría.

 

Los conocimientos científicos y técnicos, por sí mismos, no hacen moralmente bueno al hombre: puede adquirirlos y emplearlos para el bien o para el mal. Pero si los usa bien –lo cual depende de la voluntad-, se convierten en camino para conocer y amar más a Dios, y en medio para contribuir al desarrollo material y a la perfección moral de uno mismo y de los demás. En este sentido, pueden considerarse virtudes.

 

3. Las virtudes morales

 

3.1. Noción

 

Las virtudes morales son hábitos operativos buenos, es decir, perfecciones o buenas cualidades que disponen e inclinan al hombre a obrar moralmente bien.

 

Debido a la persistente influencia de algunas antropologías modernas que desprecian la virtud, se impone aclarar que el término «hábito», aplicado a la virtud, no significa costumbre o automatismo, sino perfección o cualidad que da al hombre la fuerza (virtus) para obrar moralmente bien y alcanzar su fin como persona. No se trata de una simple cuestión terminológica; del concepto de hábito operativo depende la adecuada valoración de la virtud en la teología y en la vida moral de la persona.

 

Por costumbre o automatismo se entiende un comportamiento maquinal, rutinario, adquirido por la repetición de un mismo acto, que implica disminución de la reflexión y de la voluntariedad. Cuando se identifica la virtud -hábito operativo- con la costumbre, se concluye fácilmente que el comportamiento virtuoso apenas tiene valor moral, porque es mecánico, no exige reflexión y resta libertad. Sin embargo, nada más lejos de la virtud que la disminución de la libertad. El hábito virtuoso, que nace como fruto del obrar libre, proporciona un mayor dominio de la acción, es decir, un conocimiento más claro del bien, una voluntariedad más intensa y, por tanto, una libertad más perfecta.

 

Además, la costumbre es un determinismo psicosomático, y por eso puede ser modificada por causas ajenas al sujeto: enfermedad, circunstancias externas, etc. En cambio, la virtud, por ser algo propio del alma, es una disposición firme que solo puede ser destruida por la propia voluntad (6).

 

3.2. Sujeto y objeto

 

Las virtudes morales –excepto la prudencia, que es una virtud de la razón- radican, como en su sujeto, en las potencias apetitivas de la persona: en la voluntad (apetito intelectual) y en los apetitos o afectos sensibles (irascible y concupiscible) (7).

 

No sólo la voluntad, también la afectividad sensible tiene que ser integrada en el orden de la razón de tal modo que, en lugar de ser una rémora para la voluntad, potencie su querer. «Pertenece a la perfección moral del hombre que se mueva al bien, no solo según su voluntad, sino también según sus apetitos sensibles» (8) La educación de la libertad no consiste, por tanto en anular o suprimir las pasiones y los sentimientos, sino en racionalizarlos y encauzarlos, por medio de las virtudes, para que contribuyan a conseguir el fin que la razón señala. Las pasiones así ordenadas son una ayuda que Dios ha concedido al hombre para facilitarle el buen ejercicio de su libertad: contribuyen a la lucidez de la mente y al buen comportamiento moral.

 

Los objetos o fines de las virtudes morales son las diversas clases de obras buenas, necesarias o convenientes, que el hombre debe realizar para alcanzar su perfección como persona. Como los bienes que el hombre debe amar son múltiples, lo son también las virtudes.

 

3.3. División

 

La división clásica de las virtudes morales establece cuatro virtudes cardinales (del latín cardo: quicio) –prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, en torno a las cuales giran otras virtudes particulares.

 

—La prudencia (prudentia) -virtud intelectual, por perfeccionar a la inteligencia- es, por su objeto, una virtud moral, madre y guía de todas las demás.

—La justicia (justitia) «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido» (9)

—La fortaleza (fortitudo) «reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral» (10).

—La templanza (temperantia) «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados» (11).

 

Las virtudes cardinales tienen dos dimensiones: una general y otra particular. En general son cualidades que deben poseer todas las acciones virtuosas: toda acción debe ser prudente, justa, valiente y templada. La dimensión particular se refiere a los aspectos de la conducta de la persona en los que estas virtudes son más necesarias; así, el objeto particular de la prudencia es imperar la acción que se ha juzgado buena; el objeto de la justicia son las acciones entre iguales; el de la fortaleza, los peligros más difíciles de superar: el miedo a la muerte, etc.; y el de la templanza, las actividades cuya moderación es más difícil: el placer sexual y el placer del gusto.

 

Las virtudes particulares o partes de las virtudes cardinales suelen dividirse en subjetivas, integrantes y potenciales. Se definen brevemente estos conceptos a continuación, pero se comprenderán con más claridad al estudiar cada una de las virtudes cardinales.

 

—Las partes subjetivas de una virtud cardinal son diversas especies de esa virtud.

—Las partes integrantes son virtudes necesarias para la perfección de la virtud correspondiente.

—Las partes potenciales o virtudes anejas de una virtud cardinal, son virtudes que tienen algo en común con esa virtud cardinal, pero no se identifican con ella.

 

El esquema de las cuatro virtudes cardinales citadas se remonta a Platón, es adoptado por muchos teólogos y filósofos, entre ellos por Santo Tomás en la Summa Theologiae, y recientemente por el Catecismo de la Iglesia Católica. Tiene, por tanto, una larga tradición y serios fundamentos. En cambio, la clasificación de las virtudes particulares es más compleja. Aquí se tendrá muy presente la clasificación que sigue Santo Tomás en la Summa Theologiae, pero no conviene tomarla de manera rígida, ni pensar que la importancia de una virtud depende del lugar en el que esté situada dentro del esquema general. Así, por ejemplo, una virtud fundamental como la humildad, que es la condición de toda virtud y debe informar toda la vida de la persona, parece quedar relegada a un segundo término. Sin embargo, si se estudian con detenimiento la misma Summa Theologiae y otras obras de Santo Tomás, se observa que, independientemente de las clasificaciones, el Aquinate otorga a dicha virtud la importancia que tiene realmente en la vida moral (12).

 

3.4. La necesidad de las virtudes morales

 

Hay al menos tres importantes razones por las que la persona necesita adquirir las virtudes morales (13):

 

1. La razón y la voluntad no están determinadas por naturaleza a un modo de obrar recto (14).

—La razón puede equivocarse al determinar la acción adecuada para alcanzar un fin bueno.

—La voluntad puede querer muchos bienes que no están de acuerdo con la recta razón, que no corresponden a la naturaleza humana y que, por tanto, no se ordenan a Dios.

—Los bienes apetecidos por la afectividad sensible no siempre son convenientes para el fin de la persona.

 

Por todo ello, el hombre tiene la posibilidad de hacer mal uso de su libertad. Pero gracias a las virtudes, que son principios que “determinan” el bien para la persona y la capacitan para elegirlo, se pueden superar esas dificultades y ejercitar bien la libertad. «La necesidad de las virtudes se justifica por nuestra capacidad de ser muchas cosas, aunque estemos llamados a ser solamente una. Según Tomás, ésta consiste en ser amigos de Dios. Sin embargo, alcanzar este estado no sucede por necesidad, ocurre solamente por medio del desarrollo y la práctica de hábitos especiales, que el Aquinate denomina virtudes» (15).

 

2. El pecado original introdujo un desorden en la naturaleza humana: la dificultad de la razón para conocer la verdad, el endurecimiento de la voluntad para querer el bien y la falta de sumisión de los apetitos a la razón. Los pecados personales agravan todavía más este desorden. Todo ello hace más necesario que las potencias operativas de la persona (razón y apetitos) sean sanadas y perfeccionadas por las virtudes, que le otorgan además prontitud, facilidad y gozo en la realización del bien (16).

 

3. Por último, las circunstancias en las que se puede encontrar una la persona a lo largo de su vida son muy diversas, y a veces requieren respuestas imprevisibles y difíciles. Las normas generales, siendo imprescindibles, no siempre son suficientes para asegurar la elección buena en cada situación particular. Sólo las virtudes proporcionan la capacidad habitual de juzgar correctamente para elegir la acción excelente en cada circunstancia concreta y llevarla a cabo. El bien concreto «varía de muchas maneras y consiste en muchas cosas, no puede existir en el hombre un deseo natural del bien en toda su determinación, es decir, según todas las condiciones requeridas para que sea efectivamente bueno, ya que estas cambian según las circunstancias de las personas, del tiempo, del lugar, etc. Por eso, el juicio natural, que es uniforme, resulta insuficiente: es necesario que mediante la razón, a la que compete comparar las cosas diversas, el hombre busque y juzgue su propio bien, determinado según todas las circunstancias, y decida cómo debe actuar aquí y ahora» (17). Esta es la función propia de la prudencia, que, como se verá, engendra, dirige y, al mismo tiempo, necesita las demás virtudes morales.

 

La experiencia personal e histórica muestra que el hombre tiene una gran capacidad para el bien y para el mal; es capaz de lo más sublime y de lo más vil; puede perfeccionarse o corromperse. Y nada le garantiza que, en las diversas circunstancias de la vida, pueda superar los obstáculos que se presenten para la realización del bien. Lo único que le puede asegurar una respuesta adecuada son las virtudes humanas y sobrenaturales.

 

Cuando el hombre vea a Dios como es, sus deseos de felicidad serán plenamente colmados, y no querrá nada que le aparte de Él. Pero mientras está en camino, tiene la posibilidad de poner otros bienes en lugar de Dios, de amarse desordenadamente a sí mismo y a los demás. Sin embargo, la persona que posee las virtudes o lucha por adquirirlas, siente una creciente aversión por todo lo que le aparta de Dios y le atrae cada vez más todo lo que le acerca a Él.

 

La necesidad de las virtudes humanas y sobrenaturales resulta obvia para quien se sabe llamado a crecer en bondad moral, en santidad, a identificarse con Cristo, a fin de cumplir la misión que su Maestro le ha encomendado. Gracias a ellas, la vida de la persona goza de una fuerte unidad: todas sus acciones se dirigen, de modo estable y firme, hacia el objetivo de la amistad con Dios y con los demás. Cuando la vida moral se entiende como respuesta a la llamada de Dios al amor, la lucha por alcanzar las virtudes adquiere todo su sentido. En cambio, si se reduce a un conjunto de normas para asegurar la convivencia pacífica, las virtudes pierden su verdadero valor. Y cuando se vive como si lo único importante fuese el éxito económico, la eficacia técnica o el bienestar material, las virtudes son sustituidas por las habilidades.

 

La necesidad de las virtudes morales quedará todavía más clara en el siguiente apartado, en el que se estudia el papel esencial que juegan en la realización de la obra buena.

 

4. Las tres dimensiones esenciales de la virtud moral

 

Para entender adecuadamente la naturaleza de las virtudes y su papel en la vida moral, es preciso considerarlas como perfecciones que capacitan a la persona a fin de proponerse habitualmente fines buenos, elegir los medios buenos para alcanzar esos fines, y llevar a cabo la acción elegida (18).

 

Para obrar bien y con perfección, se requiere:

 

—recta intención: que la voluntad quiera un fin bueno, conforme a la recta razón;

—recta elección: que la razón determine bien la acción que se va a poner como medio para alcanzar aquel fin bueno, y la voluntad elija esa acción; y

—recta ejecución de la acción elegida.

 

4.1. La dimensión intencional

 

«La virtud moral –afirma Santo Tomás- es un hábito electivo, es decir, que hace buena la elección, para lo cual se requieren dos cosas: primera, que exista la debida intención del fin, y esto se debe a la virtud moral que inclina la facultad apetitiva al bien conveniente según razón, y tal es el fin debido; segunda, que el hombre escoja rectamente los medios conducentes al fin (…)» (19).

 

La recta elección, que es el acto propio de la virtud moral, presupone una intención recta por parte de la afectividad sensible y de la voluntad. ¿En qué consiste esa intención recta? En que la persona quiera y busque el «bonum rationis» o bien moral, es decir, que dirija y oriente su vida siempre de acuerdo con aquello que es conforme a la recta razón (20).

 

Pero el bien moral adopta diversas formas, o se divide en diversos ámbitos, según los bienes a los que tienden las inclinaciones naturales de la persona (la conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc.). Estos bienes no pueden ser queridos y buscados de cualquier manera, sino de modo que se integren en el bien de la persona como totalidad. Para ello, la razón, que de modo natural conoce los fines de las virtudes, preceptúa que los bienes se busquen de acuerdo con tales fines, es decir, de modo justo (cuando se trata de relaciones entre personas); con fortaleza (si se trata de bienes arduos y difíciles); y con templanza (en el caso de los bienes que producen placer) (21).

 

Pues bien, las virtudes perfeccionan a la voluntad y a los apetitos sensibles para que tiendan de modo firme y estable a los fines virtuosos en los diversos ámbitos del bien moral. La voluntad necesita esta perfección para tender a los fines que exceden el bien propio del sujeto: para tender al fin sobrenatural, necesita la virtud de la caridad; para querer, respetar y promover el bien de los demás, necesita la justicia. Los apetitos sensibles necesitan las virtudes de la fortaleza y de la templanza para aspirar establemente al bien sensible de acuerdo con el juicio de la razón.

 

La persona virtuosa tiene habitualmente la intención de actuar conforme a los fines virtuosos (quiere ser justa, valiente y templada), que la encaminan al fin último. Y además los encuentra cada vez más atractivos, no sólo en sí mismos, sino como bienes para ella, es decir, adquiere una creciente connaturalidad con el bien. Las virtudes morales hacen que los fines buenos sean algo connatural a la persona y le permiten reconocerlos a la manera de un instinto. En eso consiste, en el lenguaje de la Escritura, tener una intención o “corazón” puro.

 

4.2. La dimensión electiva

 

Para actuar bien no basta desear un fin bueno; es necesario, además, que sean buenos los medios elegidos para alcanzar el fin, y esta es precisamente la función esencial de la virtud moral: ser hábito de la buena elección. El acto propio de la virtud moral es la elección recta (22). Una de las definiciones aristotélicas de virtud subraya este aspecto: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente» (23).

 

Gracias al deseo firme de tender a la buena intención, la razón puede deliberar sin obstáculos sobre los medios adecuados que hay que poner para conseguirla. Como fruto de esta deliberación, la razón juzga cuál es la acción concreta que está conforme con el fin virtuoso e impera su puesta en práctica. Si la persona elige libremente esa acción, se hace buena y virtuosa. De este modo, la razón, guiando y mandando a las potencias apetitivas (voluntad y afectividad sensible), forma en ellas las virtudes morales.

 

Para llegar al juicio sobre la acción concreta que se debe realizar, la persona debe contar con el conocimiento de las normas (ciencia moral). Este conocimiento es importante, y deben ponerse los medios para adquirirlo; pero no es suficiente: se puede conocer muy bien la ciencia moral y, a pesar de ello, juzgar mal y elegir una acción mala por influencia de una pasión. Por ejemplo, al avaro le parece bueno lo que desea, aunque sepa que es contrario a la norma moral. Para elegir aquí y ahora una acción buena, es preciso que la persona la “vea” como buena, no solo en general, sino también como buena para ella, aquí y ahora, y para eso necesita tener connaturalidad afectiva con el bien (24). Por eso, además de la ciencia moral, se necesitan las virtudes morales (naturales y sobrenaturales), que proporcionan esta connaturalidad, gracias a la cual la razón se hace prudente, es decir, capaz de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe realizar en cada momento (25). De este modo, las virtudes morales hacen posible que la deliberación y la elección sean rectas (26).

 

La connaturalidad con el bien es indispensable para que la persona pueda deliberar rectamente sobre la acción que debe elegir, como medio, en cada caso concreto, es decir, para que sea prudente (27). Así como los primeros principios especulativos son los presupuestos, las bases, del conocimiento científico, los deseos de alcanzar los fines virtuosos son los principios del conocimiento práctico o moral. Y del mismo modo que sin los primeros principios especulativos no puede haber ciencia, sin las virtudes morales –que consolidan el deseo de los fines virtuosos- no puede haber prudencia. La influencia de la voluntad y de los afectos sensibles sobre la razón es decisiva para que ésta juzgue acertadamente sobre los medios. Es necesario que los apetitos estén bien ordenados por las virtudes, para que la razón pueda deliberar sin obstáculos sobre la acción que se debe realizar en cada momento, para que pueda “ver” la verdad sobre el bien; si la voluntad y los afectos están bien dispuestos por las virtudes morales, estimulan a la razón a conocer mejor la verdad sobre el bien; en cambio, si están mal dispuestos por los vicios, la razón se vuelve “ciega” para reconocerla. Por eso afirma Santo Tomás que «el hombre que tiene corrompida la voluntad, como conformada con las cosas mundanas, carece de rectitud de juicio sobre el bien; por el contrario, quien tiene su afecto sano, juzga acertadamente del bien» (28).

 

Para juzgar acertadamente sobre el bien concreto, es decir, para ser prudente, el hombre necesita, como se acaba de ver, las virtudes morales en la voluntad y en los apetitos sensibles. Pero, a la vez, para adquirir las virtudes morales, necesita las virtudes intelectuales: la sindéresis, que le indica el fin bueno que debe buscar, y la prudencia, que señala la acción verdaderamente buena, excelente, para alcanzar el fin propuesto. De este modo, la razón “racionaliza” a la voluntad y a los apetitos sensibles, formando las virtudes morales.

 

Se puede concluir, por tanto, que las virtudes morales son el mismo orden de la razón implantado en las facultades apetitivas, la racionalización de la conducta determinada por la voluntad y los apetitos para que concuerde con la razón (29). Si se olvida o niega esta dimensión esencial, las virtudes quedan reducidas necesariamente a costumbres o automatismos, y pierden su puesto clave en la ciencia y en la vida moral.

 

4.3. La dimensión ejecutiva

 

Una vez elegida la acción buena, hay que ejecutarla: convertir en vida la verdad sobre el bien que la razón ha conocido y que la voluntad quiere. Además, hay que ejecutarla bien, de modo oportuno, acertado y eficaz, porque la bondad del acto interior se refleja precisamente en la perfección externa de la acción. Para ello se necesitan también las virtudes, sobre todo cuando se trata de acciones difíciles, complejas o de larga duración.

 

En el caso de las acciones que se extienden mucho en el tiempo, las virtudes permiten que la persona no decaiga en su propósito de obrar bien; que supere los obstáculos internos y externos, tal vez imprevistos, que se puedan presentar; que mantenga la rectitud de intención; y que no se desanime si en algún momento desaparece el entusiasmo con el que contaba al comienzo.

 

El siguiente apartado puede considerarse como un tratamiento más amplio de esta cuestión.

 

5. Características del obrar virtuoso

 

Gracias a las virtudes, la persona busca los bienes a los que está naturalmente inclinada, no de cualquier manera, sino -como se ha explicado- de suerte que se integren en el bien de la persona como totalidad. Esta integración no es forzada, extraña o contraria a las inclinaciones esenciales, pues en ellas ya están incoadas las virtudes. Santo Tomás, recogiendo la doctrina estoica, considera las inclinaciones naturales como semillas de las virtudes (semina virtutum) (30). Por eso, el obrar virtuoso, que ya está latente en la misma naturaleza de la persona, es el obrar más natural y humano. Las virtudes, lejos de anular las tendencias esenciales de la persona, las encauzan de modo verdaderamente humano.

 

Las virtudes hacen que reine entre las diversas potencias operativas el orden, la unión y la armonía que corresponde a la naturaleza humana, inclinando a cada una de ellas a su fin propio, a su operación perfecta (31) Cada una desempeña su papel natural: la razón dirige, la voluntad manda, la sensibilidad ayuda, las fuerzas corporales obedecen (32).

 

La consecuencia de esta armonía es que la conducta virtuosa se realiza con firmeza, prontitud, facilidad y gozo.

 

Actuar con firmeza es obrar con un querer más intenso de la voluntad, tender de modo estable y con más amor al acto virtuoso (33). La firmeza en el obrar no quiere decir inflexibilidad ni rigidez, pues se trata de firmeza respecto a los fines propios de la virtud, y no respecto a los medios, que serán diversos según cada acción concreta. El templado es siempre templado, pero no siempre de la misma manera, porque sabe tener en cuenta las circunstancias de cada acción.

 

La facilidad y prontitud del obrar virtuoso (34), no es consecuencia del automatismo o de la falta de deliberación, sino fruto de la mayor capacidad de conocer el bien y amarlo que proporciona la virtud. En efecto, el que posee, por ejemplo, la virtud de la justicia quiere de modo firme un fin determinado: ser justo. Por eso, cuando juzga una acción como conveniente para realizar ese fin –después de una deliberación que puede ser breve o larga, según los casos-, la elige inmediatamente, sin dudar entre ser justo o no serlo, y la pone en práctica diligentemente, sin plantearse la opción por la injusticia.

 

La acción virtuosa se realiza con gozo (35), que no implica necesariamente placer sensible, y está muy lejos de ser autocomplacencia. Las virtudes, al adaptar y asimilar las facultades humanas a los actos buenos, connaturalizan a la persona con la conducta virtuosa, de modo que ésta se convierte en algo natural que causa el gozo y la satisfacción (36).

 

Gracias a las virtudes, el hombre realiza la acción buena que ha elegido no con amargura o como quien tiene que soportar una pesada carga, contradiciendo una y otra vez sus afectos para no volverse atrás, sino con alegría y con verdadero interés, porque todas sus energías –intelectuales y afectivas- cooperan a la realización del bien. Influidos todavía por una cierta mentalidad puritana y por el pensamiento kantiano, algunos juzgan que realizar acciones con facilitad y gozo tiene menos valor moral y menos mérito que hacer el bien sintiendo repugnancia y disgusto. Pero lo esencial para que una acción sea moralmente buena no consiste en la dificultad de su realización, sino en su perfección interior y exterior, es decir, en el amor al verdadero bien. La persona virtuosa actúa con más facilitad y gozo, y su acción tiene más valor, porque esa facilidad y ese gozo son consecuencia de amar más el bien. Por eso se puede decir que «la verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre» (37).

 

De esto no se debe deducir que el actuar virtuoso aleje de la persona el sufrimiento. El virtuoso también sufre y siente pena y dolor, y a veces más que el vicioso o el mediocre, por tener una sensibilidad más perfecta; pero sufre por amor al bien, y ese sufrimiento es perfectamente compatible con la alegría y el gozo interior. De todas formas, para que esta compatibilidad sea plena se necesitan las virtudes infusas.

 

6. Las virtudes morales como término medio

 

Como hemos visto, Aristóteles define la virtud moral como un hábito electivo que consiste en un “término medio” relativo a nosotros, determinado por la razón. Santo Tomás, asumiendo esta idea de Aristóteles, afirma que el orden que las virtudes morales establecen tanto en sus propios actos como en los actos de las pasiones es un cierto medio (38).

 

La expresión “término medio” no siempre ha sido bien entendida. No es raro que la frase in medio virtus se utilice como cita de autoridad para confirmar que lo más prudente en la vida es optar por la mediocridad sin riesgos. Pero ni Aristóteles ni Santo Tomás pretenden afirmar que la virtud sea lo mediocre, sino lo bueno, lo excelente, la cumbre entre dos valles igualmente viciosos, uno por exceso y otro por defecto.

 

La persona virtuosa no elige sin más una acción buena entre varias posibles, sino la acción óptima. Como afirma Santo Tomás, citando a Aristóteles, la virtud de cada cosa se define por lo máximo de que es capaz (39). La virtud moral es, por tanto, «la cualidad que permite a la razón y a la voluntad del hombre llegar a su máximo de potencia en el plano moral, producir las obras humanamente perfectas, y por lo mismo conferir al hombre la plenitud del valor que le conviene» (40). Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones perfectas y alcanzar su plenitud humana, y la disponen a recibir, con la gracia, la plenitud sobrenatural, la santidad.

 

Aristóteles afirma que el término medio de la virtud es “relativo a nosotros”. Esto se refiere específicamente a las virtudes que perfeccionan los apetitos sensibles: fortaleza y templanza. En efecto, respecto a las propias pasiones, cada uno es distinto a los demás, y además las pasiones y sentimientos varían según las circunstancias en las que una persona se encuentra. Por eso, realizar determinada acción externa (como comer cierta cantidad de alimento) puede constituir un acto de templanza para uno, y no para otro; lanzarse al mar para salvar a alguien, puede ser una acción valiente para una persona, y temeraria para otra, sobre todo si no sabe nadar.

 

Decir que la fortaleza y la templanza constituyen un término medio quiere decir que la persona valiente y templada no se deja afectar por las pasiones ni más ni menos de lo que es razonable, es decir, en la medida exigida por la razón.

 

Para encontrar el término medio es preciso realizar una actividad cognoscitiva: comparar varias realidades, relacionarlas unas con otras, etc. Esta función la realiza la recta razón, es decir, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, que es la guía y medida de las virtudes morales (41). Conviene recordar aquí la existencia de acciones que, sean cuales sean las circunstancias de la persona que las realiza, nunca son virtuosas, porque son intrínsecamente malas: nunca es lícito el adulterio, el hurto, la mentira o dar muerte al inocente. Cuando se trata de estas acciones –afirma Aristóteles-, «no está el bien y el mal..., por ejemplo, en cometer adulterio con la mujer debida y cuando y como es debido, sino que, de modo absoluto, el hacer cualquiera de estas cosas está mal» (42).

 

7. La conexión o interdependencia de las virtudes

 

Las virtudes morales dependen unas de otras debido a que todas ellas participan de la prudencia (43), pues por ser hábitos electivos ninguna puede darse sin esta virtud. A la vez, como se ha visto, la persona no puede ser prudente si no posee las demás virtudes morales, ya que si en el razonamiento moral interfieren las pasiones desordenadas, la deliberación comienza a ser defectuosa y pueden nacer los conflictos irresolubles (44).

 

La conexión de las virtudes morales supone que cualquier virtud, para que sea perfecta, necesita de las peculiaridades de las demás. Por ejemplo, para ser templada, una persona necesita tener sentido de la justicia y de la fortaleza. Y viceversa, para ser justa y fuerte, necesita la virtud de la templanza.

 

Por otra parte, la ausencia de una virtud es un obstáculo para desarrollar cualquier otra. Una persona puede tener, por ejemplo, un gran sentido de la justicia, pero si no es templada, es fácil que tarde o temprano deje de practicar la justicia para satisfacer sus pasiones desordenadas. De igual manera, un cobarde no puede ser realmente justo. En circunstancias normales cumplirá con sus deberes de justicia, pero en cuanto llegue una situación difícil en la que ser justo suponga mayor dificultad o riesgo, es más fácil que, llevado por el miedo, defraude o mienta. Puede incluso odiar la deshonestidad, pero su falta de fortaleza, su miedo a enfrentarse a situaciones difíciles, no le dejarán otra opción (45).

 

La unión de las virtudes morales en la prudencia impide que se puedan dar verdaderos “conflictos de virtudes” (46). Al ser la misma prudencia la que está presente en todas las virtudes como su principio de unidad, cuando la persona es verdaderamente prudente, lo es en todas sus acciones, ya se refieran a cuestiones de justicia, de fortaleza o de templanza.

 

Como las virtudes no son independientes unas de otras, sino que están íntimamente relacionadas y conectadas, formando un organismo regulado por la prudencia, crecen todas al mismo tiempo (47), y ninguna llega a ser perfecta sin el desarrollo de las otras. Por eso, el esfuerzo por adquirir una virtud determinada, hace progresar a todas las demás. A esta realidad responde una práctica ascética arraigada en la tradición cristiana: el examen particular, que consiste en luchar de modo especial por desterrar un vicio o adquirir una virtud, examinando frecuentemente los avances y retrocesos.

 

Por último, es preciso tener en cuenta que el organismo de las virtudes adquiridas no puede ser perfecto –dado el fin sobrenatural del hombre y el estado real de su naturaleza- sin las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Y en el nuevo organismo formado por las virtudes adquiridas e infusas –como veremos más adelante-, la virtud que unifica y compacta a todas las demás es la caridad.

 

8. Adquisición, crecimiento y pérdida de las virtudes morales

 

8.1. Las virtudes morales son fruto de la libertad

 

Las virtudes morales se adquieren por la libre y repetida elección de actos buenos. Ahora bien, para que la repetición de actos no lleve al automatismo, sino a la virtud, es preciso atender siempre a las dos dimensiones del acto humano. La dimensión interior (acto interior) se encuentra en la razón y en la voluntad: es el ejercicio de la inteligencia, que conoce, delibera y juzga; y de la voluntad, que ama el bien que la inteligencia le señala. La dimensión exterior (acto exterior) es la ejecución, por parte de las demás facultades, movidas por la voluntad, de la acción conocida y querida (48).

 

Pues bien, la repetición de actos con los que se alcanza la virtud, se refiere, en primer lugar, a los actos interiores. Se trata de elegir siempre las mejores acciones, las más acertadas, para alcanzar un fin bueno, en unas circunstancias determinadas. Y esto no puede hacerse de modo automático; exige ejercitarse en la reflexión y en el buen juicio. Las virtudes nacen de la elección de actos buenos, crecen con la elección de actos buenos y se ordenan a la elección de actos buenos.

 

En consecuencia, los actos exteriores que se deben realizar no son siempre los mismos, ni se ejecutan siempre del mismo modo, pues la prudencia puede mandar, según las cambiantes circunstancias, actos externos muy diferentes, incluso contrarios. La fortaleza, por ejemplo, supone un acto interior de conocimiento y amor al bien que a veces se realiza resistiendo, otras atacando y otras huyendo.

 

De ahí que un acto externo bien realizado no signifique, sin más, la existencia de verdadera virtud. No es justo el que sólo ejecuta un acto externo de justicia de modo correcto, sino el que lo hace, antes de nada, porque quiere el bien del otro. Sin embargo, el valor esencial del acto interior no debe restar importancia al acto exterior. Si no se realiza el acto exterior de dar lo que se debe a quien se debe, no se vive la virtud de la justicia; no vive la virtud de la gratitud el que solo se siente agradecido, sino el que además lo manifiesta del modo adecuado.

 

8.2. El crecimiento en las virtudes es crecimiento en la libertad

 

La esencia de la libertad no consiste en que la voluntad sea indiferente para poder elegir entre el bien y el mal (en tal caso, Dios no sería libre, ni tampoco los que ya gozan de su presencia en el cielo), sino en el dominio de los propios actos, en la capacidad de dirigir la propia acción hacia el fin último, en el poder de hacer el bien queriendo hacerlo. Esta libertad puede crecer: en la medida en que progresa el conocimiento de la verdad y el amor al bien, aumenta el dominio sobre la acción.

 

Pues bien, las virtudes, al perfeccionar las potencias espirituales (la razón y la voluntad) para que realicen acciones moralmente excelentes, contribuyen al perfeccionamiento de la libertad: dan al hombre más capacidad de conocer y amar, más poder de hacer el bien, y de hacerlo cada vez con más facilidad, prontitud y gozo.

 

Además, la libertad es potenciada también por los mismos apetitos sensibles perfeccionados por las virtudes de la fortaleza y la templanza. Gracias a estas virtudes, que racionalizan los apetitos, la razón puede juzgar sobre el bien que se debe realizar en cada situación, sin que las pasiones constituyan un obstáculo que la inclinen a falsear ese juicio; es más, como hemos visto, éstas pueden ejercer sobre la razón un papel positivo en su función judicativa. La voluntad, por su parte, puede querer el bien con todas sus fuerzas; y las pasiones, en lugar de ser una rémora para amar el bien, pueden ayudar a la voluntad a amar el bien con más intensidad (49). Las virtudes perfeccionan a la inteligencia y a la voluntad para realizar obras buenas. Pero además, una vez que estas facultades alcanzan un cierto grado de perfección, quedan capacitadas para realizar actos todavía mejores, más perfectos que los anteriores. La vida moral es, por tanto, un constante progreso en el conocimiento de la verdad y en el amor al bien, un continuo crecimiento en humanidad, que tiene como consecuencia la felicidad propia y la de los demás.

 

Cuando la persona advierte que tiene esta capacidad de ser feliz y hacer felices a los demás, descubre la verdadera motivación para vivir bien y adquiere una visión optimista de la vida moral. En cambio, cuando la enseñanza moral prescinde de la noción de virtud, la persona tiende a instalarse en la mediocridad y a conformarse con el cumplimiento de las exigencias mínimas, como atestigua la historia de la ética moderna.

 

8.3. Las virtudes se pierden libremente

 

Las virtudes pueden disminuir y perderse por la falta prolongada de ejercicio y por la libre realización de acciones contrarias. De este modo se genera el vicio, que es un hábito contrario a la virtud.

 

Los vicios también se adquieren libremente. Pero se trata de un modo moralmente malo de ejercer la libertad, que produce la ceguera para ver el bien sobre la verdad, y convierte a la persona en esclava de sus pasiones desordenadas. En efecto, la capacidad para ver la verdad sobre el bien, para discernir lo que es bueno, disminuye. La prudencia se corrompe, y si no se rectifica, tienden a corromperse también la ciencia moral y la sabiduría. Por otra parte, la persona viciosa pierde capacidad para elegir el bien, y en este sentido es menos libre. Pero en la medida en que se trata de una esclavitud voluntaria, la persona es responsable de su situación. De ahí la importancia de una actitud vigilante, que implica el examen de las propias acciones, y de renovar una y otra vez la lucha, a pesar de los errores.

 

9. La educación en las virtudes

 

Se ha dicho más arriba que las virtudes se adquieren a fuerza de elegir y realizar, de modo libre y constante, actos buenos. Pero esta adquisición sólo es posible, como han puesto de relieve diversos autores contemporáneos, siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás, en un contexto educativo adecuado. Algunos elementos de este contexto se estudian a continuación.

 

9.1. La concepción de la vida moral

 

El contexto para la adquisición de las virtudes será adecuado si en él predomina el concepto de vida moral como un progreso hacia la meta (telos) de la excelencia humana. Sin esta visión teleológica de la vida, presente en el pensamiento de Aristóteles, San Agustín o Santo Tomás, la educación en las virtudes pierde su verdadera razón de ser; y la formación moral, aunque hable de virtudes, tiende a transformarse en transmisión teórica de normas que el sujeto debe aplicar sin conocer su verdadero sentido. En tal caso, la educación moral produce necesariamente una tensión entre la afectividad y la razón: las normas se ven como un obstáculo para la expansión de las tendencias; la razón, como hostil al corazón; y todo el orden moral, como límite y represión de la afectividad. Esta oposición, característica de las éticas de inspiración kantiana, es contraria a la naturaleza humana, y por eso no conduce a la perfección y armonía interior, sino a la ruptura moral y psíquica de la persona.

 

La educación de las virtudes implica que la vida se entienda como un proyecto hacia la perfección moral de la persona, un proyecto que sólo puede realizarse libremente gracias a las virtudes.

 

Este aspecto ha sido puesto de relieve en el pensamiento ético contemporáneo por MacIntyre y otros autores (50), al hablar de la estructura narrativa de la vida moral: la educación de las virtudes supone que la vida moral se concibe como un todo, y no como un conjunto de acciones aisladas que nada tienen que ver unas con otras, ni guardan relación con el proyecto de la persona; como una unidad inteligible y ordenada; o como un viaje en el que hay un fin que se busca, y una concepción de fondo sobre lo que la persona quiere ser. Sólo así cada una de las acciones que la persona realiza y los sucesos que le advengan a lo largo de su vida, adquieren verdadero sentido.

 

Según MacIntyre, “cualquier intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provee a las virtudes de un telos adecuado, encuentra dos tipos de obstáculos, uno social y otro filosófico” (51). El obstáculo social lo constituye la modernidad como cultura de la segmentación y multiplicidad respecto a la vida humana. Los obstáculos filosóficos son la atomizante filosofía analítica, que tiende a pensar fragamentariamente la conducta humana y a descomponerla en “acciones básicas”, y el existencialismo, para el que la vida es teatral en su esencia, representación de papeles que nada tienen que ver con la realidad del ser personal en su integridad.

 

9.2. Los vínculos de la amistad y la tradición

 

Otro elemento fundamental del ámbito adecuado para la formación de las virtudes es la existencia de vínculos de amistad y tradición.

 

La amistad que se requiere es aquella cuyo centro de relación es un mismo amor por la virtud, un mismo deseo de ser buenos, un proyecto común hacia la excelencia moral. «No podemos ser virtuosos sin la guía, el apoyo y la fraternidad de otros que comparten nuestro amor por el bien y que están igualmente empeñados en buscar con nosotros la mejor vida posible para los seres humanos» (52). El crecimiento en la virtud está intrínsecamente unido a la amistad, porque solo en las relaciones duraderas con personas que aman ante todo el bien es de hecho posible conseguir la virtud (53). Los amigos son necesarios porque se refuerzan en la vida moral gracias a su ánimo, su ejemplo, sus consejos, su sabiduría, y ofrecen ocasiones para cultivar y ejercitar la virtud. Pero además las amistades son intrínsecas a la vida virtuosa porque proporcionan la forma precisa y el modo de vivir en el cual un agente puede realizar su virtud y conseguir la felicidad (54).

 

A. MacIntyre ha puesto de relieve que la búsqueda del bien está definida por el encuadramiento de la persona en una tradición. El hombre no es un ser abstracto, autónomo, sin tradición ni relación, como ha querido construirlo el liberalismo, que ve en los principios y convicciones compartidos con la comunidad obstáculos para la objetividad, elementos deformantes de la verdad. La biografía de cada persona está inmersa en la historia de su propia comunidad, de la que deriva gran parte de su identidad personal. La persona tiene una dimensión heredada de una tradición específica, que ella misma se encarga de transmitir a las generaciones venideras. Su conducta no puede calificarse como la de un “individuo” abstracto, sino que es hijo, padre, maestro, etc., es decir, es una parte de la comunidad en la que tiene lugar la narración de su vida. En consecuencia, no se puede aprender y ejercitar la virtud más que formando parte de una tradición que heredamos y discernimos (55).

 

Esto no quiere decir que en la comunidad y tradición a la que uno pertenece no existan elementos deformantes de la verdad, errores asumidos acríticamente, etc. De ahí la importancia de formar a las personas en el amor a la verdad y en un sano espíritu crítico, que las capacite para discernir entre lo que se ha de conservar, porque es bueno y verdadero, y lo que debe ser superado.

 

9.3. La necesidad de maestros de la virtud

 

Para adquirir las virtudes morales se requiere la prudencia, pero la prudencia se forma en la persona gracias a las virtudes morales. Este dilema se resuelve cuando el sujeto se encuentra en un ámbito educativo en el que cuenta con modelos y maestros.

 

La primera característica del educador es ser él mismo modelo para sus discípulos. Su misión no consiste únicamente en informar, sino sobre todo en formar, y eso solo es posible si él mismo es virtuoso. De otro modo no tendría la autoridad moral necesaria para ser maestro de virtudes. Debe ser consciente además de que él mismo está en proceso de adquisición de las mismas virtudes que enseña. Los grandes maestros no se consideran nunca plenamente formados y tienen la humildad de aprender incluso de sus propios discípulos.

 

El primer paso hacia la virtud consiste en hacer lo que mandan las personas a las que se reconoce autoridad moral y son consideradas como modelos. El motivo de esa obediencia e imitación suele ser agradarles (56). El aprendizaje de las virtudes requiere, por tanto, una base de amistad-afecto entre el discípulo y el maestro. Sin esa base, el educador puede coaccionar y exigir el cumplimiento externo de normas y de mandatos, pero lo que no puede es transmitir el amor al bien y a las virtudes. Los modelos de los que verdaderamente se aprende son aquellos a los que nos une un mayor vínculo afectivo. El amor de amistad –en sus diversas facetas- es imprescindible para una verdadera educación en las virtudes.

 

La imitación del modelo es, sin duda, un primer paso. Pero la imitación externa no comporta necesariamente en el alumno la dimensión interior de las acciones. Sucede más bien que el alumno tiende a imitar las acciones externas que ve en el modelo porque le unen a él lazos afectivos, sin dar importancia a la intención que se debe buscar y sin pararse a reflexionar para juzgar por sí mismo qué acción es la que debe elegir en cada situación concreta.

 

En consecuencia, el educador no puede descuidar el aspecto cognoscitivo, intelectual de la vida moral. Ha de enseñar a su discípulo los fundamentos morales necesarios para que sea capaz de realizar por sí mismo los juicios prácticos conformes a las virtudes. Sin los recursos intelectuales, la vida moral queda sin fundamento racional, y una vez que desaparece el educador, o las relaciones afectivas con él, el alumno no sabe cómo actuar.

 

En la formación de las virtudes, el maestro o modelo –cuyo papel es primordial en el comienzo de la educación- va pasando necesariamente a un segundo plano, y el alumno adquiere un mayor protagonismo en el desarrollo de su vida moral.

 

Bibliografía

 

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 1803-1811.

E. COLOM-Á. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental, Palabra, Madrid 2001.

A. MACINTYRE, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 1987.

S. PINCKAERS, La renovación de la moral, Ed. Verbo Divino, Estella 1971, especialmente 221-246.

M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Rialp, Madrid 2000.

Á. RODRÍGUEZ-LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ed. Ares, Milano 1988.

P.J. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002.

 

Notas:

 

1. S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, II, c. 19.

2. JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 24.

3. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3c.

4. Cf. ID., Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 1 (en adelante S.Th.)

5. Cf. ID., De Veritate, q. 15, a. 2.

6. Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, Ed. Verbo Divino, Estella 1971, 221-246.

7. No obstante, en sentido estricto, el sujeto de las virtudes morales es la voluntad.

8. Cf. S.Th., I-II, q. 24, a. 3c.

9. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1807 (en adelante CEC).

10. CEC, n. 1808.

11. CEC, n. 1809.

12. Véase, por ejemplo, sobre la primacía y la universalidad de la humildad: S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 5, y a. 5.

13. Para este tema, recomendamos la lectura de P.J. WADELL, La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002; concretamente el cap. VII: “Las virtudes: acciones que nos guían hacia la plenitud de vida” (185-214), del que hemos tomado algunas reflexiones.

14. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 4, a. 4, ad 9; cf. S.Th., I-II, q. 49, a. 4.

15. P.J. WADELL, La primacía del amor, cit., 192-193.

16. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, a. 1c.

17. Ibidem, a. 6.

18. Esta importante cuestión está ampliamente desarrollada en: Á. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ed. Ares, Milano 1988. De modo más breve en: E. COLOM-Á. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, cit., 228-248; y M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, cit., 199-230. Nos hemos inspirado en estos estudios para la elaboración de este apartado.

19. S.Th., I-II, q. 58, a. 4c.

20. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In III Sententiarum, d. 33, q. II, a. 3, so.; S.Th., II-II, q. 47, a. 7.

21. Todo ello corresponde a la virtud de la sindéresis.

22. Cf. S.Th., I-II, q. 65, a. 1.

23. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 6. Sto. Tomás recoge esta definición en S.Th., II-II, q. 47, a. 5.

24. Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, n. 64 (en adelante VS).

25. Cf. S.Th., I-II, q. 58, a. 5. Cf. VS, n. 64. Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, cit., 218.

26. No se debe olvidar, sin embargo, que hacer posible la elección recta no quiere decir garantizarla plenamente. Desear de modo firme un fin virtuoso es necesario, pero no suficiente, para que la elección de la acción concreta sea recta. En el estudio particular de la virtud de la prudencia se examinarán los pasos que han de darse a fin de superar los obstáculos que impiden llegar a un juicio recto sobre la acción y a su efectiva realización.

27. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, aa. 6 y 12.

28. S. TOMÁS DE AQUINO, In Epistola ad Romanos, c. 12, lect. 1. Para profundizar en esta cuestión, remitimos a: A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006, capítulo XIX, donde se trata de la importancia de las buenas disposiciones morales para el conocimiento de la verdad moral.

29. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus, q. 1, a. 9c.; In Ethicorum, l. II, lect. 4, n. 7.

30. Cf. S.Th., I-II, q. 51, a. 1; q. 63, a. 1.

31. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, a. 8c.

32. Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, cit., 238.

33. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Malo, q. 3, a. 13, ad 5; Summa contra gentes, III, c. 138.

34. Cf. S.Th., I-II, q. 40, a. 5, ad 1.

35. Cf. ID., In III Sententiarum, d. 23, q. 1, a. 2, ad 3.

36. Cf. ID., In II Sententiarum, d. 27, q. 1, a. 1c; In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 3, ad 3.

37. S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 2001, 72ª, n. 657.

38. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In IV Sententiarum, d. 15, q. 1, a. 1c.

39. Cf. S.Th., I-II, q. 55, a. 3; ARISTÓTELES, De coelo, l. 1, c. 11, 281 a, 14-19. Santo Tomás define también la virtud como «dispositio perfecti ad optimum», la buena disposición de la potencia (lo perfecto) para realizar las acciones óptimas en el orden moral (In III Sententiarum, d. 23, q. 1, a. 3, sol. 1).

40. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, o.c., 231.

41. Cf. S.Th., I-II, q. 64, a. 1, co y ad 1; De virtutibus, q. 4, a. 1, ad 7.

42. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 6, 1107a 9-18.

43. Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Quodlibetum, 12, q. 15c.

44. Cf. S.Th., I-II, q. 65, a. 1.

45. Cf. Y.R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, Fordham University Press, New York 1986, 128.

46. Según G. Abbà, en los aparentes conflictos entre virtudes, las conductas implicadas no son virtudes, sino vicios o falsas virtudes (cf. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 135ss).

47. Cf. S.Th., I-II, q. 66, a. 1, ad 1; a. 2c.

48. Véase sobre este tema el interesante estudio de S. PINCKAERS, La renovación de la moral, o.c., 221-246, al que seguimos en este apartado.

49. Cf. S.Th., I-II, q. 77, a. 6c.

50. MacIntyre reconoce que sus reflexiones son tributarias de las intuiciones de otros intelectuales dedicados a la literatura y a la filosofía, como Iris Murdoch y Barbara Hardy.

51. MACINTYRE, Tras la virtud, o.c., 252.

52. P.J. WADELL, Amicizia, virtù e agire eccellente, en L. MELINA-P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per l’agire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, Pontificia Università Lateranense, Mursia, Roma 2000, 45.

53. Cf. ibidem.

54. Cf. N. SHERMAN, The Fabric of Character: Aristotle’s Theory of Virtue, Oxford1989, 126-127. Citado por Wadell en Amicizia, virtù e agire eccellente, o.c., 46.

55. Cf. A. MACINTYRE, Tras la virtud, o.c., 62, 272ss.

56. Cf. ID., Justicia y racionalidad, Barcelona 1994, 124ss.

 

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